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Gustave Flaubert Madame Bovary

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—Bien —replicó Homais—, habría que hacer un análisis.<br />

Pues sabía que es preciso, en todos los envenenamientos, hacer un<br />

análisis; y el otro, que no comprendía, respondió:<br />

—¡Ah!, ¡hágalo!, ¡hágalo!, ¡sálvela!<br />

Después, volviendo al lado de ella, se desplomó en el suelo sobre la<br />

alfombra y permanecía con la cabeza apoyada en la orilla de la cama sollozando.<br />

—¡No llores! —le dijo ella—. ¡Pronto dejaré de atormentarte!<br />

—¿Por qué? ¿Quién te ha obligado?<br />

Ella replicó.<br />

—Era preciso, querido.<br />

—¿No eras feliz? ¿Es culpa mía? Sin embargo, ¡he hecho todo lo que he<br />

podido!<br />

—Sí…, es verdad…, ¡tú sí que eres bueno!<br />

Y le pasaba la mano por los cabellos lentamente. La suavidad de esta<br />

sensación le aumentaba su tristeza; sentía que todo su ser se desplomaba de<br />

desesperanza ante la idea de que había que perderla, cuando, por el contrario,<br />

ella manifestaba amarlo más que nunca; y no encontraba nada; no sabía, no se<br />

atrevía, pues la urgencia de una resolución inmediata acababa de trastornarle.<br />

Ella pensaba que había terminado con todas las traiciones, las bajezas y los<br />

innumerables apetitos que la torturaban. Ahora no odiaba a nadie, un<br />

crepúsculo confuso se abatía en su pensamiento, y de todos los ruidos de la<br />

tierra no oía más que la intermitente lamentación de aquel pobre corazón, suave<br />

e indistinta, como el último eco de una sinfonía que se aleja.<br />

—Traedme a la niña —dijo incorporándose sobre el codo.<br />

—¿No te encuentras peor, verdad? —preguntó Carlos.<br />

—¡No!, ¡no!<br />

La niña llegó en brazos de su muchacha, con su largo camisón, de donde<br />

salían su pies descalzos, seria y casi soñando todavía. Observaba con extrañeza<br />

la habitación toda desordenada, y pestañeaba deslumbrada por las velas que<br />

ardían sobre los muebles. Le recordaban, sin duda, las mañanas de Año Nuevo o<br />

de la mitad de la Cuaresma cuando, despertada temprano a la luz de las velas,<br />

venía a la cama de su madre para recibir allí sus regalos, pues empezó a decir:<br />

—¿Dónde está mamá?<br />

Y como todo el mundo se callaba:<br />

—¡Pero yo no veo mi zapatito!<br />

Felicidad la inclinaba hacia la cama, mientras que ella seguía mirando<br />

hacia la chimenea.<br />

—¿Lo habrá cogido la nodriza? —preguntó.<br />

Y al oír este nombre, que le recordaba sus adulterios y sus calamidades,<br />

<strong>Madame</strong> <strong>Bovary</strong> volvió su cabeza, como si sintiera repugnancia de otro veneno<br />

más fuerte que le subía a la boca. Berta, entretanto, seguía posada sobre la<br />

cama.<br />

—¡Oh!, ¡qué ojos grandes tienes, mamá!, ¡qué pálida estás!, ¡cómo sudas!<br />

Su madre la miraba.

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