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Gustave Flaubert Madame Bovary

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noches, me levantaba, llegaba hasta aquí, miraba su casa, el tejado que brillaba<br />

bajo la luna, los árboles del jardín que se columpiaban en su ventana, y una<br />

lamparita, un resplandor, que brillaba a través de los cristales, en la sombra.<br />

¡Ah!, usted no podía imaginarse que allí estaba, tan cerca y tan lejos, un pobre<br />

infeliz…<br />

Emma, sollozando, se volvió hacia él.<br />

—¡Oh!, ¡qué bueno es usted! —dijo ella.<br />

—¡No, la quiero, eso es todo!, ¡usted no lo duda! Dígamelo; ¡una palabra!;<br />

¡una sola palabra!<br />

Y Rodolfo, insensiblemente, se dejó resbalar del taburete al suelo; pero se<br />

oyó un ruido de zuecos en la cocina, y él se dio cuenta de que la puerta de la sala<br />

no estaba cerrada.<br />

mío.<br />

—Qué caritativa sería —prosiguió levantándose— satisfaciendo un capricho<br />

Quería que le enseñase su casa; deseaba conocerla, y como <strong>Madame</strong><br />

<strong>Bovary</strong> no vio ningún inconveniente, se estaban levantando los dos cuando<br />

entró Carlos.<br />

—Buenas tardes, doctor —le dijo Rodolfo.<br />

El médico, halagado por ese título inesperado, se deshizo en<br />

obsequiosidades, y el otro aprovechó para reponerse un poco.<br />

—La señora me hablaba —dijo él entonces— de su salud…<br />

Carlos le interrumpió, tenía mil preocupaciones, en efecto; las opresiones<br />

que sufría su mujer volvían a presentarse. Entonces Rodolfo preguntó si no le<br />

sería bueno montar a caballo.<br />

—¡Desde luego!, ¡excelente, perfecto!… ¡Es una gran idea! Debería ponerla<br />

en práctica.<br />

Y como ella objetaba que no tenía caballo, el señor Rodolfo le ofreció uno;<br />

ella rehusó su ofrecimiento; él no insistió; después, para justificar su visita,<br />

contó que su carretero, el hombre de la sangría, seguía teniendo mareos.<br />

—Pasaré por allí dijo <strong>Bovary</strong>.<br />

—No, no, se lo mandaré; vendremos aquí, será más cómodo para usted.<br />

—¡Ah! Muy bien, se lo agradezco.<br />

Y cuando se quedaron solos:<br />

—¿Por qué no aceptas las propuestas del señor Boulanger, que son tan<br />

amables?<br />

Ella puso mala cara, buscó mil excusas, y acabó diciendo que «aquello<br />

parecería un poco raro».<br />

—¡Ah!, ¡a mí me trae sin cuidado! —dijo Carlos, haciendo una pirueta—.<br />

¡La salud ante todo! ¡Haces mal!<br />

—¿Y cómo quieres que monte a caballo si no tengo traje de amazona?<br />

—¡Hay que encargarte uno! —contestó él.<br />

Lo del traje la decidió.<br />

Cuando tuvo el traje, Carlos escribió al señor Boulanger diciéndole que su<br />

mujer estaba dispuesta, y que contaban con su complacencia.

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