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Gustave Flaubert Madame Bovary

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hasta la noche torturándose la mente con todos los proyectos de mentiras<br />

imaginables, y teniendo sin cesar delante de sus ojos a aquel imbécil con morral.<br />

Carlos, después de la cena, viéndola preocupada, quiso, para distraerla,<br />

llevarla a casa del farmacéutico; y la primera persona que vio en la farmacia fue<br />

precisamente al recaudador. Estaba de pie delante del mostrador, alumbrado<br />

por la luz del bocal rojo, y decía:<br />

—Deme, por favor, media onza de vitriolo.<br />

Justino —dijo el boticario, tráenos el ácido sulfúrico.<br />

Después, a Emma, que quería subir al piso de la señora Homais:<br />

—No, quédese, no vale la pena, ella va a bajar. Caliéntese en la estufa<br />

entretanto…<br />

—Dispénseme… Buenas tardes, doctor —pues el farmacéutico se complacía<br />

en pronunciar esta palabra «doctor», como si, dirigiéndose a otro, hubiese<br />

hecho recaer sobre sí mismo algo de la pompa que encontraba en ello… Pero<br />

¡cuidado con volcar los morteros!, es mejor que vayas a buscar las sillas de la<br />

salita; ya sabes que hay que mover los sillones del salón.<br />

Y para volver a poner la butaca en su sitio, Homais se precipitaba fuera del<br />

mostrador, cuando Binet le pidió media onza de ácido de azúcar.<br />

—¿Ácido de azúcar? —dijo el farmacéutico desdeñosamente. ¡No conozco,<br />

no sé!<br />

—¿Usted quiere quizá ácido oxálico? ¿Es oxálico, no es cierto?<br />

Binet explicó que necesitaba un cáustico para preparar él mismo un agua<br />

de cobre con que desoxidar diversos utensilios de caza. Emma se estremeció.<br />

El farmacéutico empezó a decir.<br />

—En efecto, el tiempo no está propicio a causa de la humedad.<br />

—Sin embargo —replicó el recaudador con aire malicioso—, hay quien no<br />

se asusta.<br />

Emma estaba sofocada.<br />

—Deme también.<br />

«¿No se marchará de una vez?, pensaba ella».<br />

—Media onza de colofonia y de trementina o cuatro onzas de cera amarilla,<br />

y tres medias onzas de negro animal, por favor, para limpiar los cueros<br />

charolados de mi equipo.<br />

El boticario empezaba a cortar cera, cuando la señora Homais apareció con<br />

Irma en brazos, Napoleón a su lado y Atalía detrás. Fue a sentarse en el banco<br />

de terciopelo, al lado de la ventana, y el chico se acurrucó sobre un taburete,<br />

mientras que su hermana mayor rondaba la caja de azufaifas cerca de su<br />

papaíto. Éste llenaba embudos y tapaba frascos, pegaba etiquetas, hacía<br />

paquetes. Todos callaban a su alrededor; y se oía solamente de vez en cuando<br />

sonar los pesos en las balanzas, con algunas palabras en voz baja del<br />

farmacéutico dando consejos a su discípulo.<br />

—¿Cómo está su pequeña? —preguntó de pronto la señora Homais.<br />

—¡Silencio! —exclamó su marido, que estaba anotando unas cifras en el<br />

cuaderno borrador.<br />

—¿Por qué no la ha traído? —replicó a media voz.

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