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Gustave Flaubert Madame Bovary

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él marchó con su padre, cogidos del brazo. ¿Porque es su padre, verdad, ese<br />

pequeño feo que lleva una pluma de gallo en su sombrero?<br />

A pesar de las explicaciones de Emma, desde el dúo recitativo en el que<br />

Gilberto expone a su amo Ashton sus abominables maniobras, Carlos, al ver el<br />

falso anillo de prometida que ha de engañar a Lucía, creyó que era un recuerdo<br />

de amor enviado por Edgardo. Confesaba, por lo demás, no comprender la<br />

historia a causa de la música que no dejaba oír bien las palabras.<br />

—¿Qué importa? —dijo Emma—; ¡cállate!<br />

—Es que a mí me gusta enterarme —replicó él inclinándose sobre su<br />

hombro—, ya lo sabes.<br />

—¡Cállate!, ¡cállate! —dijo ella impacientada.<br />

Lucía se adelantaba, medio sostenida por sus compañeras, con una corona<br />

de azahar en el pelo, y más pálida que el raso blanco de su vestido. Emma<br />

pensaba en el día de su boda; y se volvía a ver allá, en medio de los trigos, en el<br />

pequeño sendero, cuando iba hacia la iglesia. ¿Por qué no había resistido y<br />

suplicado como ésta? Iba, por el contrario, contenta, sin darse cuenta del<br />

abismo en que se precipitaba… ¡Ah, sí!, en la frescura de su belleza, antes de las<br />

huellas del matrimonio y la desilusión del adulterio hubiera podido consagrar su<br />

vida a un gran corazón fuerte; entonces la virtud la ternura, las voluptuosidades<br />

y el deber se habrían confundido y jamás habría descendido de una tan alta<br />

felicidad. Pero aquella felicidad, sin duda, era una mentira imaginada por la<br />

desesperación de todo deseo. Ahora conocía la pequeñez de las pasiones que el<br />

arte exageraba. Esforzándose por desviar su pensamiento, Emma quería no ver<br />

en esta reproducción de sus dolores más que una fantasía plástica buena para<br />

distraer la vista, a incluso sonreía interiormente con una compasión desdeñosa<br />

cuando, en el fondo del teatro, bajo la puerta de terciopelo, apareció un hombre<br />

con una capa negra.<br />

En un gesto que hizo cayó su gran chambergo español; y enseguida los<br />

instrumentos y los cantores entonaron el sexteto. Edgardo, centelleante de furia,<br />

dominaba a todos los demás con su voz clara. Ashton le lanzaba en notas graves<br />

provocaciones homicidas. Lucía dejaba escapar su aguda queja. Arturo<br />

modulaba aparte sonidos, medios, y el bajo profundo del ministro zumbaba<br />

como un órgano, deliciosamente. Todos coincidían en los gestos; y la cólera, la<br />

venganza, los celos, el terror, la misericordia y la estupefacción salían a la vez de<br />

sus bocas entreabiertas. El enamorado ultrajado blandía su espada desnuda; su<br />

gorguera de encaje se levantaba por sacudidas, según los movimientos de su<br />

pecho, a iba de derecha a izquierda, a grandes pasos, haciendo sonar contra las<br />

tablas las espuelas doradas de sus botas flexibles que se enganchaban en el<br />

tobillo. Tenía que haber, pensaba ella, un inagotable amor para derramarlo<br />

sobre la muchedumbre en tan amplios efluvios. Todas sus veleidades de<br />

denigración se desvanecían bajo la poesía del papel que la invadía, y arrastrada<br />

hacia el hombre por la ilusión del personaje trató de imaginarse su vida, aquella<br />

vida estrepitosa, extraordinaria, espléndida, que ella habría podido llevar, sin<br />

embargo, si el azar lo hubiera querido. Se habrían conocido, se habrían amado.<br />

Con él por todos los reinos de Europa, ella habría viajado de capital en capital,<br />

compartiendo sus fatigas y su orgullo, recogiendo las flores que le arrojaban,<br />

bordando ella misma sus trajes; después, cada noche, en el fondo de un palco,<br />

detrás de la reja con barrotes de oro, habría recogido, boquiabierta, las<br />

expansiones de aquella alma que no habría cantado más que para ella sola;

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