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Gustave Flaubert Madame Bovary

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—¡Emma! —dijo él.<br />

—¿Qué?<br />

—Bueno, he pasado esta tarde por casa del señor Alexandre; tiene una<br />

vieja potranca todavía muy buena, con una pequeña herida en la rodilla<br />

solamente, y que nos dejarían, estoy seguro, por unos cien escudos…<br />

Y añadió:<br />

—Incluso pensando que te gustaría, la he apalabrado…, la he comprado…<br />

¿He hecho bien? ¡Dímelo!<br />

Ella movió la cabeza en señal de asentimiento; luego, un cuarto de hora<br />

después:<br />

—¿Sales esta noche? —preguntó ella.<br />

—Sí, ¿por qué?<br />

—¡Oh!, nada, nada, querido.<br />

Y cuando quedó libre de Carlos, Emma subió a encerrarse en su<br />

habitación. Al principio sintió como un mareo; veía los árboles, los caminos, las<br />

cunetas, a Rodolfo, y se sentía todavía estrechada entre sus brazos, mientras que<br />

se estremecía el follaje y silbaban los juncos.<br />

Pero al verse en el espejo se asustó de su cara. Nunca había tenido los ojos<br />

tan grandes, tan negros ni tan profundos. Algo sutil esparcido sobre su persona<br />

la transfiguraba.<br />

Se repetía: «¡Tengo un amante!, ¡un amante!», deleitándose en esta idea,<br />

como si sintiese renacer en ella otra pubertad. Iba, pues, a poseer por fin esos<br />

goces del amor, esa fiebre de felicidad que tanto había ansiado.<br />

Penetraba en algo maravilloso donde todo sería pasión, éxtasis, delirio;<br />

una azul inmensidad la envolvía, las cumbres del sentimiento resplandecían<br />

bajo su imaginación, y la existencia ordinaria no aparecía sino a lo lejos, muy<br />

abajo, en la sombra, entre los intervalos de aquellas alturas.<br />

Entonces recordó a las heroínas de los libros que había leído y la legión<br />

lírica de esas mujeres adúlteras empezó a cantar en su memoria con voces de<br />

hermanas que la fascinaban. Ella venía a ser como una parte verdadera de<br />

aquellas imaginaciones y realizaba el largo sueño de su juventud,<br />

contemplándose en ese tipo de enamorada que tanto había deseado. Además,<br />

Emma experimentaba una satisfacción de venganza. ¡Bastante había sufrido!<br />

Pero ahora triunfaba, y el amor, tanto tiempo contenido, brotaba todo entero a<br />

gozosos borbotones. Lo saboreaba sin remordimiento, sin preocupación, sin<br />

turbación alguna.<br />

El día siguiente pasó en una calma nueva. Se hicieron juramentos. Ella le<br />

contó sus tristezas. Rodolfo le interrumpía con sus besos; y ella le contemplaba<br />

con los párpados entornados, le pedía que siguiera llamándola por su nombre y<br />

que repitiera que la amaba. Esto era en el bosque, como la víspera, en una<br />

cabaña de almadreñeros. Sus paredes eran de paja y el tejado era tan bajo que<br />

había que agacharse. Estaban sentados, uno junto al otro, en un lecho de hojas<br />

secas.<br />

A partir de aquel día se escribieron regularmente todas las tardes. Emma<br />

llevaba su carta al fondo de la huerta, cerca del río, en una grieta de la terraza.

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