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Gustave Flaubert Madame Bovary

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también, tartamudeaba, rebuscaba sus frases, proclamaba su fidelidad a la<br />

monarquía, y el honor que se le hacía a Yonville.<br />

Hipólito, el mozo del mesón, fue a tomar por las riendas los caballos del<br />

cochero, y cojeando con su pie zopo, los llevó bajo el porche del «Lion d'Or»,<br />

donde muchos campesinos se amontonaron para ver el coche. Redobló el<br />

tambor, tronó el cañón, y los señores en fila subieron a sentarse en el estrado, en<br />

los sillones de terciopelo rojo que había prestado la señora Tuvache.<br />

Todas aquellas gentes se parecían. Sus fofas caras rubias, un poco tostadas<br />

por el sol, tenían el color de la sidra dulce, y sus patillas ahuecadas salían de<br />

grandes cuellos duros sujetos por corbatas blancas con el nudo bien hecho.<br />

Todos los chalecos eran de terciopelo y de solapas; todos los relojes llevaban en<br />

el extremo de una larga cinta un colgante ovalado de cornalina; y apoyaban sus<br />

dos manos sobre sus dos muslos, separando cuidadosamente la cruz del<br />

pantalón, cuyo paño no ajado brillaba más que la piel de las fuertes botas.<br />

Las damas de la sociedad estaban situadas detrás, bajo el vestíbulo, entre<br />

las columnas, mientras que el público estaba en frente, de pie, o sentado en<br />

sillas. En efecto, Lestiboudis había llevado allí todas las que había trasladado de<br />

la pradera, e incluso corría cada minuto a buscar más a la iglesia, y ocasionaba<br />

tal atasco con su comercio que era difícil llegar hasta la escalerilla del estrado.<br />

—Creo —dijo el señor Lheureux, dirigiéndose al farmacéutico que pasaba<br />

para ocupar su puesto— que deberían haber puesto allí dos mástiles venecianos:<br />

con alguna cosa un poco severa y rica como novedad, hubiese sido de un efecto<br />

muy bonito.<br />

—Ciertamente —respondió Homais—, pero, ¡qué quiere usted!, es el<br />

alcalde quien se ha encargado de todo. No tiene mucho gusto este pobre<br />

Tuvache, a incluso carece de lo que se llama talento artístico.<br />

Entretanto, Rodolfo, con <strong>Madame</strong> <strong>Bovary</strong>, subió al primer piso del<br />

ayuntamiento, al salón de sesiones, y como estaba vacío, dijo que allí estarían<br />

bien para gozar del espectáculo a sus anchas.<br />

Tomó tres taburetes de alrededor de la mesa oval, bajo el busto del<br />

monarca, y, acercándolos a una de las ventanas, se sentaron el uno al lado del<br />

otro.<br />

Hubo un hormigueo en el estrado, largos murmullos, conversaciones. Por<br />

fin se levantó el señor consejero. Se sabía ahora que se llamaba Lieuvain, y<br />

corría su nombre de boca en boca entre el público. Después de haber ordenado<br />

varias hojas y mirado por encima para ver mejor, comenzó.<br />

«Señores:<br />

»Permítanme en primer lugar, antes de hablarles del motivo de esta<br />

reunión de hoy, y estoy seguro de que este sentir será compartido por todos<br />

ustedes, permítanme, digo, hacer justicia a la administración superior, al<br />

gobierno, al monarca, señores, a nuestro soberano, a ese rey bien amado a quien<br />

ninguna rama de la prosperidad pública o privada le es indiferente, y que dirige<br />

a la vez con mano tan firme y tan prudente el carro del estado en medio de los<br />

peligros incesantes de un mar tempestuoso, sabiendo, además, hacer respetar la<br />

paz como la guerra, la industria, el comercio, la agricultura y las bellas artes».<br />

—Debería —dijo Rodolfo—, echarme un poco hacia atrás.<br />

—¿Por qué? —dijo Emma.

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