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Gustave Flaubert Madame Bovary

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señor Homais salió de la farmacia y la señora Lefrançois parecía estar<br />

perorando en medio de la muchedumbre.<br />

—¡Señora!, ¡señora! —exclamó Felicidad al entrar—, ¡qué infamia! Y la<br />

pobre chica, emocionada, le alargó un papel amarillo que acababa de arrancar<br />

en la puerta. Emma leyó en un abrir y cerrar de ojos que todo su mobiliario<br />

estaba en venta.<br />

Se miraron en silencio. No tenían, la sirvienta y el ama, ningún secreto la<br />

una para la otra. Por fin, Felicidad suspiró:<br />

—Yo en su lugar, señora, iría a ver al señor Guillaumin.<br />

—¿Tú crees?<br />

Y esta pregunta quería decir:<br />

—Tú que conoces la casa por el criado, ¿es que el amo ha hablado de mí<br />

alguna vez?<br />

—Sí, vaya, hará bien en ir.<br />

Se vistió, se puso el traje negro con capota de cuentas de azabache, y para<br />

que no la viesen (seguía habiendo mucha gente en la plaza), se encaminó hacia<br />

las afueras del pueblo, por el sendero a orilla del agua.<br />

Llegó toda sofocada ante la verja del notario; el cielo estaba oscuro y caía<br />

un poco de nieve.<br />

Al ruido de la campanilla, Teodoro, en chaleco rojo, apareció en la<br />

escalinata; vino a abrirle casi familiarmente, como a una conocida, y la hizo<br />

pasar al comedor.<br />

Una amplia estufa de porcelana crepitaba bajo un cactus que llenaba la<br />

hornacina, y en marcos de madera negra, colgados de la pared empapelada de<br />

color roble, estaban la Esmeralda de Steuben con la Putiphar de Shopin. La<br />

mesa servida, dos calientaplatos de plata, el pomo de cristal de las puertas, el<br />

suelo y los muebles, todo relucía con una limpieza meticulosa, inglesa; los<br />

cristales estaban adornados en cada esquina con vidrios de color.<br />

—Este sí que es un comedor —pensaba Emma—, como el que me haría<br />

falta a mí.<br />

Entró el notario, apretando con el brazo izquierdo contra su cuerpo la bata<br />

de casa con palmas bordadas, mientras que con la otra se quitaba y ponía<br />

rápidamente un birrete de terciopelo marrón, caído con presunción sobre el<br />

lado derecho por donde salían las puntas de tres mechones rubios que,<br />

recogidos en el occipucio, contorneaban su cabeza calva.<br />

Después de ofrecerle asiento, se sentó a almorzar, pidiéndole muchas<br />

disculpas por la descortesía.<br />

—Señor —empezó Emma—, yo quisiera pedirle…<br />

—¿Qué, señora? Dígame.<br />

Emma comenzó a exponerle su situación.<br />

El señor Guillaumin la conocía, pues estaba en relación con el comerciante<br />

de telas, en cuya casa encontraba siempre capitales para los préstamos<br />

hipotecarios que se hacían en su notaría.<br />

Por tanto, conocía, y mejor que ella, la larga historia de aquellos pagarés,<br />

mínimos al principio, que llevaban como endosantes nombres diversos,

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