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Vargas Llosa, Mario - La ciudad y los perros - Centro Peruano de ...

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<strong>La</strong> Ciudad y <strong>los</strong> Perros <strong>Mario</strong> <strong>Vargas</strong> <strong>L<strong>los</strong>a</strong><br />

que esperarlo cinco años. Es un montón <strong>de</strong> tiempo. Y si <strong>de</strong>spués no quiere casarse conmigo ya seré<br />

vieja y nadie se enamora <strong>de</strong> las viejas." Los otros días <strong>de</strong> la semana, <strong>los</strong> portales estaban semi<strong>de</strong>siertos.<br />

Cuando pasaba al mediodía junto a mesas solitarias y quioscos <strong>de</strong> revistas, sólo veía a <strong>los</strong> lustrabotas <strong>de</strong><br />

las esquinas y a fugaces ven<strong>de</strong>dores <strong>de</strong> diarios. Ella iba apresurada a tomar el tranvía para almorzar a<br />

toda carrera y regresar a tiempo a la oficina. Pero <strong>los</strong> sábados, en cambio, recorría el atestado y ruidoso<br />

Portal más <strong>de</strong>spacio, mirando siempre al frente, secretamente complacida: era agradable que <strong>los</strong><br />

hombres la elogiaran, era agradable no tener que volver al trabajo en la tar<strong>de</strong>. Sin embargo, años atrás,<br />

<strong>los</strong> sábados eran días temibles. Su madre se quejaba y mal<strong>de</strong>cía más que <strong>los</strong> otros días, porque el padre<br />

no volvía hasta muy entrada la noche. Llegaba como un huracán, traspasado <strong>de</strong> alcohol y <strong>de</strong> ira. Los<br />

Ojos en llamas, la voz tronante las <strong>de</strong>scomunales manos cerradas en puño, recorría la casa como una<br />

fiera su jaula <strong>de</strong> barrotes, tambaleándose, blasfemando contra la miseria, <strong>de</strong>rribando sillas y golpeando<br />

puertas, hasta rodar por el suelo, aplacado y exhausto. Entonces, lo <strong>de</strong>snudaban entre las dos y le<br />

echaban encima una frazada: era <strong>de</strong>masiado fuerte para subirlo a la cama. Otras veces, venía<br />

acompañado. Su madre se precipitaba como una furia sobre la intrusa, sus flacas manos trataban <strong>de</strong><br />

arañarle la cara. El padre sentaba a Teresa en sus rodillas y le <strong>de</strong>cía con salvaje alegría: "mira, esto es<br />

mejor que el cachascán". Hasta que un día, una mujer le rompió la ceja a la madre <strong>de</strong> un botellazo y<br />

tuvieron que llevarla a la Asistencia Pública. Des<strong>de</strong> entonces, se volvió un ser resignado y pacífico.<br />

Cuando el padre llegaba con otra mujer, se encogía <strong>de</strong> hombros y, arrastrando a Teresa <strong>de</strong> una mano,<br />

salía <strong>de</strong> la casa. Iban a Bellavista, don<strong>de</strong> su tía, y volvían el lunes. <strong>La</strong> casa era un hediondo cementerio<br />

<strong>de</strong> botellas y el padre dormía a pierna suelta entre un charco <strong>de</strong> vómitos, hablando en sueños contra <strong>los</strong><br />

ricos y las injusticias <strong>de</strong> la vida. "Era bueno, pensó Teresa. Trabajaba toda la semana como un animal.<br />

Tomaba para olvidarse que era pobre. Pero me quería y no me hubiera abandonado." El tranvía Lima<br />

Chorril<strong>los</strong> cruzaba la fachada rojiza <strong>de</strong> la Penitenciaría, la gran mole blancuzca <strong>de</strong>l Palacio <strong>de</strong> justicia y <strong>de</strong><br />

pronto surgía un paraje refrescante, altos árboles <strong>de</strong> penachos móviles, estanques <strong>de</strong> aguas quietas,<br />

sen<strong>de</strong>ros tortuosos con flores a las márgenes y al medio <strong>de</strong> una redonda llanura <strong>de</strong> césped, una casa<br />

encantada <strong>de</strong> muros encalados, alto-relieves, ce<strong>los</strong>ías y muchas puertas con aldabas <strong>de</strong> bronce que eran<br />

cabezas humanas: el Parque Los Garifos. "Pero mi madre tampoco era mala, pensó Teresa. Sólo que<br />

había sufrido mucho." Cuando su padre murió, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> una laboriosa agonía en un hospital <strong>de</strong><br />

caridad, su madre la llevó una noche hasta la puerta <strong>de</strong> la casa <strong>de</strong> su tía, la abrazó y le dijo: "no toques<br />

hasta que yo me vaya. Estoy harta <strong>de</strong> esta vida <strong>de</strong> <strong>perros</strong>. Ahora voy a vivir para mí y que Dios me<br />

perdone. Tu tía te cuidará". El tranvía la <strong>de</strong>jaba más cerca <strong>de</strong> su casa que el Expreso. Pero <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el<br />

para<strong>de</strong>ro <strong>de</strong>l tranvía, tenía que atravesar una serie <strong>de</strong> corralones inquietantes, hervi<strong>de</strong>ros <strong>de</strong> hombres<br />

<strong>de</strong>sgreñados y en harapos que le <strong>de</strong>cían frases insolentes y a veces querían agarrarla. Esta vez nadie la<br />

molestó. Sólo vio a dos mujeres y a un perro: <strong>los</strong> tres escarbaban con empeño en unos tachos <strong>de</strong><br />

basura, entre enjambres <strong>de</strong> moscas. Los corralones parecían vacíos. "Limpiaré todo antes <strong>de</strong>l almuerzo",<br />

pensó. Transitaba ya por Lince, entre casas chatas y gastadas. "Para tener la tar<strong>de</strong> libre."<br />

Des<strong>de</strong> la esquina <strong>de</strong> su casa vio a media cuadra la silueta en uniforme oscuro, el quepí blanco y, al<br />

bor<strong>de</strong> <strong>de</strong> la acera, un maletín <strong>de</strong> cuero. De inmediato, la sorprendió su inmovilidad <strong>de</strong> maniquí, pensó en<br />

esos centinelas Clavados junto a las rejas <strong>de</strong>l Palacio <strong>de</strong> Gobierno. Pero éstos eran gallardos, hinchaban<br />

el pecho y alargaban el cuello, orgul<strong>los</strong>os <strong>de</strong> sus largas botas y sus cascos con melena; Alberto, en<br />

cambio, tenía sumidos <strong>los</strong> hombros, la cabeza baja y el cuerpo como escurrido. Teresa le hizo adiós pero<br />

él no la vio. "El uniforme le queda bien, pensó Teresa. Y cómo brillan <strong>los</strong> botones. Parece un ca<strong>de</strong>te <strong>de</strong><br />

la Naval." Alberto levantó la cabeza cuando ella estuvo apenas a unos metros. Teresa sonrió y él alzó la<br />

mano. ¿Qué le pasa?", pensó Teresa. Alberto estaba irreconocible, envejecido. Su rostro lucía un pliegue<br />

profundo entre las cejas, sus párpados eran dos lunas negras y <strong>los</strong> huesos <strong>de</strong> <strong>los</strong> pómu<strong>los</strong> parecían a<br />

punto <strong>de</strong> <strong>de</strong>sgarrar la piel, muy pálida. Tenía la mirada extraviada y <strong>los</strong> labios exangües.<br />

¿Acabas <strong>de</strong> salir? -dijo Teresa, escudriñando la cara <strong>de</strong> Alberto-. Creí que sólo vendrías esta tar<strong>de</strong>.<br />

Él no respondió. <strong>La</strong> miraba con ojos vacíos, <strong>de</strong>rrotados.<br />

-Te queda bien el uniforme -dijo Teresa, en voz baja, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> unos segundos.<br />

-No me gusta el uniforme -dijo él, con una furtiva sonrisa- Me lo quito apenas llego a mi casa. Pero hoy<br />

no he ido a Miraflores.<br />

Hablaba sin mover <strong>los</strong> labios y su voz era blanca, hueca.<br />

-¿Qué ha pasado? -preguntó Teresa- ¿Por qué estás así? ¿Te sientes mal? Dime, Alberto.<br />

-No -dijo Alberto, <strong>de</strong>sviando la mirada- No tengo nada. Pero no quiero ir a mi casa ahora. Tenía ganas<br />

<strong>de</strong> verte. -Se pasó la mano por la frente y el pliegue se borró, pero sólo por un instante- Estoy en un<br />

problema.<br />

Teresa aguardaba, algo inclinada hacia él y lo miraba con ternura para animarlo a seguir hablando, pero<br />

Alberto había cerrado <strong>los</strong> labios y se frotaba las manos, suavemente. Ella se sintió, <strong>de</strong> pronto,<br />

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