Vargas Llosa, Mario - La ciudad y los perros - Centro Peruano de ...
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<strong>La</strong> Ciudad y <strong>los</strong> Perros <strong>Mario</strong> <strong>Vargas</strong> <strong>L<strong>los</strong>a</strong><br />
Ya estaba fuera <strong>de</strong> la cama, vistiéndose, pero la precipitación era fatal: equivocaba el zapato, se ponía la<br />
camisa al revés, la abotonaba mal, no encontraba el cinturón, sus manos temblaban y no podían anudar<br />
<strong>los</strong> cordones.<br />
-Todos <strong>los</strong> días, cuando baje a tomar <strong>de</strong>sayuno, quiero verte en la mesa, esperándome. <strong>La</strong>vado y<br />
peinado. ¿Has oído?<br />
Tomaba el <strong>de</strong>sayuno con él y adoptaba actitu<strong>de</strong>s diferentes, según el carácter <strong>de</strong> su padre. Si lo notaba<br />
sonriente, la frente lisa, <strong>los</strong> ojos sosegados, le hacía preguntas que pudieran halagarlo, lo escuchaba con<br />
profunda atención, asentía, abría mucho <strong>los</strong> ojos y le preguntaba si quería que le limpiara el auto. En<br />
cambio, si lo veía con el rostro grave y no contestaba a su saludo, permanecía en silencio y escuchaba<br />
sus amenazas con la cabeza baja, como arrepentido. A la hora <strong>de</strong>l almuerzo, la tensión era menor, su<br />
madre servía <strong>de</strong> elemento <strong>de</strong> diversión. Sus padres conversaban entre el<strong>los</strong>, podía pasar <strong>de</strong>sapercibido.<br />
En las noches, el suplicio terminaba. Su padre volvía tar<strong>de</strong>. Él cenaba antes. Des<strong>de</strong> las siete comenzaba<br />
a rondar a su madre, le confesaba que lo consumía la fatiga, el sueño, el dolor <strong>de</strong> cabeza. Cenaba<br />
velozmente y corría a su cuarto. A veces, cuando estaba <strong>de</strong>snudándose sentía el frenazo <strong>de</strong>l automóvil.<br />
Apagaba la luz y se metía en la cama. Una hora <strong>de</strong>spués, se levantaba en puntas <strong>de</strong> pie, terminaba <strong>de</strong><br />
<strong>de</strong>snudarse, se ponía el pijama.<br />
Algunas mañanas, salía a dar una vuelta. A las diez, la avenida Salaverry estaba solitaria, <strong>de</strong> cuando en<br />
cuando pasaba un ruidoso tranvía a medio llenar. Bajaba hasta la avenida Brasil y se <strong>de</strong>tenía en la<br />
esquina. No cruzaba la ancha pista lustrosa, su madre se lo había prohibido. Contemplaba <strong>los</strong><br />
automóviles que se perdían a lo lejos, en dirección al centro, y evocaba la Plaza Bolognesi, al final <strong>de</strong> la<br />
avenida, tal como la veía cuando sus padres lo llevaban a pasear: bulliciosa, un hervi<strong>de</strong>ro <strong>de</strong> coches y<br />
tranvías, una muchedumbre en las veredas, las capotas <strong>de</strong> <strong>los</strong> automóviles semejantes a espejos que<br />
absorbían <strong>los</strong> letreros luminosos, rayas y letras <strong>de</strong> colores vivísimos e incomprensibles. Lima le daba<br />
miedo, era muy gran<strong>de</strong>, uno podía per<strong>de</strong>rse y no encontrar nunca su casa, la gente que iba por la calle<br />
era <strong>de</strong>sconocida. En Chiclayo salía a caminar solo; <strong>los</strong> transeúntes le acariciaban la cabeza, lo llamaban<br />
por su nombre y él les sonreía: <strong>los</strong> había visto muchas veces, en su casa, en la Plaza <strong>de</strong> Armas <strong>los</strong> días<br />
<strong>de</strong> retreta, en la misa <strong>de</strong>l domingo, en la Playa <strong>de</strong> Eten.<br />
Descendía luego hasta el final <strong>de</strong> la avenida Brasil y se sentaba en una <strong>de</strong> las bancas <strong>de</strong> ese pequeño<br />
parque semicircular don<strong>de</strong> aquélla remata, al bor<strong>de</strong> <strong>de</strong>l acantilado, sobre el mar cenizo <strong>de</strong> la Magdalena.<br />
Los parques <strong>de</strong> Chiclayo -muy pocos, <strong>los</strong> conocía todos <strong>de</strong> memoria-, también eran antiguos, como éste,<br />
pero las bancas no tenían esa herrumbre, ese musgo, esa tristeza que le imponían la soledad, la<br />
atmósfera gris, el melancólico murmullo <strong>de</strong>l océano. A veces, sentado <strong>de</strong> espaldas al mar, mientras<br />
observaba la avenida Brasil, abierta frente a él como la carretera <strong>de</strong>l norte cuando venía a Lima, sentía<br />
ganas <strong>de</strong> llorar a gritos. Recordaba a su tía A<strong>de</strong>la, volviendo <strong>de</strong> compras, acercándose a él con una<br />
mirada risueña para preguntarle: "¿a que no adivinas qué me encontré?", y extrayendo <strong>de</strong> su bolsa un<br />
paquete <strong>de</strong> carame<strong>los</strong>, un chocolate, que él le arrebataba <strong>de</strong> las manos. Evocaba el sol, la luz blanca que<br />
bañaba todo el año las calles <strong>de</strong> la <strong>ciudad</strong> y las conservaba tibias, acogedoras, la excitación <strong>de</strong> <strong>los</strong><br />
domingos, <strong>los</strong> paseos a Eten, la arena amarilla que abrasaba, el purísimo cielo azul. Levantaba la vista:<br />
nubes grises por todas partes, ni un punto claro. Regresaba a su casa, caminando <strong>de</strong>spacio, arrastrando<br />
<strong>los</strong> pies como un viejo. Pensaba: "cuando sea gran<strong>de</strong> volveré a Chiclayo. Y jamás vendré a Lima".<br />
VIII<br />
El teniente Gamboa abrió <strong>los</strong> ojos: a la ventana <strong>de</strong> su cuarto sólo asomaba la claridad incierta <strong>de</strong> <strong>los</strong><br />
faroles lejanos <strong>de</strong> la pista <strong>de</strong> <strong>de</strong>sfile; el cielo estaba negro. Unos segundos <strong>de</strong>spués sonó el <strong>de</strong>spertador.<br />
Se levantó, se restregó <strong>los</strong> ojos y, a tientas, buscó la toalla, el jabón, la máquina <strong>de</strong> afeitar y la escobilla<br />
<strong>de</strong> dientes. El pasillo y el baño estaban a oscuras. De <strong>los</strong> cuartos vecinos no provenía ruido alguno;<br />
como siempre, era el primero en levantarse. Quince minutos <strong>de</strong>spués, al regresar a su cuarto peinado y<br />
afeitado, escuchó la campanilla <strong>de</strong> otros <strong>de</strong>spertadores. Comenzaba a aclarar; a lo lejos, tras el<br />
resplandor amarillento <strong>de</strong> <strong>los</strong> faroles, crecía una luz azul, todavía débil. Se puso el uniforme <strong>de</strong> campaña,<br />
sin prisa. Luego salió. En vez <strong>de</strong> atravesar las cuadras <strong>de</strong> <strong>los</strong> ca<strong>de</strong>tes, fue hacia la Prevención por el<br />
<strong>de</strong>scampado. Hacía un poco <strong>de</strong> frío y él no se había puesto el sacón. Al verlo, <strong>los</strong> soldados <strong>de</strong> guardia lo<br />
saludaron, él les contestó. El teniente <strong>de</strong> servicio, Pedro Pitaluga, <strong>de</strong>scansaba encogido sobre una silla,<br />
la cabeza entre las manos.<br />
-¡Atención! -gritó Gamboa.<br />
El oficial se incorporó <strong>de</strong> un salto, <strong>los</strong> ojos todavía cerrados. Gamboa se rió.<br />
-No friegues, hombre - dijo Pitaluga, volviendo a sentarse. Se rascaba la cabeza- Creí que era el Piraña.<br />
Estoy molido. ¿Qué hora es?<br />
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