Vargas Llosa, Mario - La ciudad y los perros - Centro Peruano de ...
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<strong>La</strong> Ciudad y <strong>los</strong> Perros <strong>Mario</strong> <strong>Vargas</strong> <strong>L<strong>los</strong>a</strong><br />
- Sólo estaré una hora, mamá - dijo Alberto, incómodo. - Quizá menos.<br />
Se había sentado a la mesa con hambre y ahora la comida le parecía interminable e insípida. Soñaba<br />
toda la semana con la salida, pero apenas entraba a su casa se sentía irritado: la abrumadora<br />
obsequiosidad <strong>de</strong> su madre era tan mortificante como el encierro. A<strong>de</strong>más, se trataba <strong>de</strong> algo nuevo, le<br />
costaba trabajo acostumbrarse. Antes, ella lo enviaba a la calle con cualquier pretexto, para disfrutar a<br />
sus anchas con las amigas innumerables que venían a jugar canasta todas las tar<strong>de</strong>s. Ahora, en cambio,<br />
se aferraba a él, exigía que Alberto le <strong>de</strong>dicara todo su tiempo libre y la escuchara lamentarse horas<br />
enteras <strong>de</strong> su <strong>de</strong>stino trágico. Constantemente caía en trance: invocaba a Dios y rezaba en voz alta.<br />
Porque también en eso había cambiado. Antes, olvidaba la misa con frecuencia y Alberto la había<br />
sorprendido muchas veces cuchicheando con sus amigas contra <strong>los</strong> curas y las beatas. Ahora iba a la<br />
iglesia casi a diario, tenía, un guía espiritual, un jesuita a quien llamaba "hombre santo", asistía a toda<br />
clase <strong>de</strong> novenas y, un sábado, Alberto <strong>de</strong>scubrió en su velador una biografía <strong>de</strong> Santa Rosa <strong>de</strong> Lima. <strong>La</strong><br />
madre levantaba <strong>los</strong> platos y recogía con su mano unas migas <strong>de</strong> pan dispersas sobre la mesa.<br />
- Estaré <strong>de</strong> vuelta antes <strong>de</strong> las cinco - dijo él.<br />
- No te <strong>de</strong>mores, hijito - repuso ella- Compraré bizcochos para el té.<br />
<strong>La</strong> mujer era gorda, sebosa y. sucia; <strong>los</strong> pe<strong>los</strong> lacios caían a cada momento sobre su frente; ella <strong>los</strong><br />
echaba atrás con la mano izquierda y aprovechaba para rascarse la cabeza. En la otra mano, tenía un<br />
cartón cuadrado con el que hacía aire a la llama vacilante; el carbón se hume<strong>de</strong>cía en las noches y, al<br />
ser encendido, <strong>de</strong>spedía humo: las pare<strong>de</strong>s <strong>de</strong> la cocina estaban negras y la cara <strong>de</strong> la mujer manchada<br />
<strong>de</strong> ceniza. "Me voy a volver ciega", murmuró. El humo y las chispas le llenaban <strong>los</strong> Ojos <strong>de</strong> lágrimas;<br />
siempre estaba con <strong>los</strong> párpados hinchados.<br />
-¿Qué cosa? - dijo Teresa, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la otra habitación.<br />
- Nada - refunfuñó la mujer, inclinándose sobre la olla: la sopa todavía no hervía.<br />
-¿Qué? - preguntó la muchacha.<br />
-¿Estás sorda? Digo que me voy a volver ciega.<br />
-¿Quieres que te ayu<strong>de</strong>?<br />
- No sabes - dijo la mujer, secamente; ahora removía la olla con una mano y con la otra se hurgaba la<br />
nariz- No sabes hacer nada. Ni cocinar, ni coser, ni nada. Pobre <strong>de</strong> ti.<br />
Teresa no respondió. Acababa <strong>de</strong> volver <strong>de</strong>l trabajo y estaba arreglando la casa. Su tía se encargaba <strong>de</strong><br />
hacerlo durante la semana, pero <strong>los</strong> sábados y <strong>los</strong> domingos le tocaba a ella. No era una tarea excesiva;<br />
la casa tenía sólo dos habitaciones, a<strong>de</strong>más <strong>de</strong> la cocina: un dormitorio y un cuarto que servía <strong>de</strong><br />
comedor, sala y taller <strong>de</strong> costura. Era una casa vieja y raquítica, casi sin muebles.<br />
- Esta tar<strong>de</strong> irás don<strong>de</strong> tus tíos - dijo la mujer- Ojalá no sean tan miserables como el mes pasado.<br />
Unas burbujas comenzaron a agitar la superficie <strong>de</strong> la ola: en las pupilas <strong>de</strong> la mujer se encendieron dos<br />
lucecitas.<br />
- Iré mañana - dijo Teresa -. Hoy no puedo.<br />
-¿No pue<strong>de</strong>s?<br />
<strong>La</strong> mujer agitaba frenéticamente el cartón que le servía <strong>de</strong> abanico.<br />
- No. Tengo un compromiso.<br />
El cartón quedó inmovilizado a medio camino y la mujer alzó la vista. Su distracción duró unos<br />
segundos; reaccionó y volvió a aten<strong>de</strong>r el fuego.<br />
-¿Un compromiso?<br />
- Sí. - <strong>La</strong> muchacha había <strong>de</strong>jado <strong>de</strong> barrer y tenía la escoba suspendida a unos centímetros <strong>de</strong>l suelo -.<br />
Me han invitado al cine.<br />
-¿Al cine? ¿Quién?<br />
<strong>La</strong> sopa estaba hirviendo. <strong>La</strong> mujer parecía haberla olvidado. Vuelta hacia la habitación contigua,<br />
esperaba la respuesta <strong>de</strong> Teresa, <strong>los</strong> pe<strong>los</strong> cubriéndole la frente, inmóvil y ansiosa.<br />
-¿Quién te ha invitado? - repitió. Y comenzó a abanicarse el rostro a toda prisa.<br />
- Ese muchacho que vive en la esquina - dijo Teresa, posando la escoba en el suelo.<br />
-¿Qué esquina?<br />
- <strong>La</strong> casa <strong>de</strong> ladril<strong>los</strong>, <strong>de</strong> dos pisos. Se llama Arana.<br />
-¿Así se llaman ésos? ¿Arana?<br />
- Sí.<br />
-¿Ese que anda con uniforme? - insistió la mujer.<br />
- Sí. Está en el Colegio Militar. Hoy tiene salida. Vendrá a buscarme a las seis.<br />
<strong>La</strong> mujer se acercó a Teresa. Sus ojos abultados estaban muy abiertos.<br />
- Ésa es buena gente - le dijo -. Bien vestida. Tienen auto.<br />
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