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Vargas Llosa, Mario - La ciudad y los perros - Centro Peruano de ...

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<strong>La</strong> Ciudad y <strong>los</strong> Perros <strong>Mario</strong> <strong>Vargas</strong> <strong>L<strong>los</strong>a</strong><br />

angustiada. ¿Qué <strong>de</strong>cir, qué hacer para que él se mostrara confiado, cómo alentarlo, qué pensaría<br />

<strong>de</strong>spués <strong>de</strong> ella? Su corazón se había puesto a latir muy rápido. Dudó un momento todavía. De<br />

improviso, dio un paso hacia Alberto y le tomó la mano.<br />

-Ven a mi casa -dijo- Quédate a almorzar con nosotros.<br />

-¿A almorzar? -dijo Alberto, <strong>de</strong>sconcertado; otra vez se pasó la mano por la frente- No, no molestes a tu<br />

tía. Comeré algo por aquí y te vendré a buscar <strong>de</strong>spués.<br />

-Ven, ven -insistió ella, recogiendo el maletín <strong>de</strong>l suelo no seas sonso. Mi tía no se va a molestar. Ven<br />

conmigo.<br />

Alberto la siguió. En la puerta, Teresa le soltó la mano; se mordió <strong>los</strong> labios y le-dijo en un susurro: "no<br />

me gusta verte triste". <strong>La</strong> mirada <strong>de</strong>é1 pareció humanizarse, su rostro sonreía ahora agra<strong>de</strong>cido y<br />

bajaba hacia ella. Se besaron en la boca, muy rápido. Teresa tocó la puerta. <strong>La</strong> tía no reconoció a<br />

Alberto; sus ojil<strong>los</strong> lo observaron con <strong>de</strong>sconfianza, recorrieron intrigados su uniforme, se iluminaron al<br />

encontrar su rostro. Una sonrisa ensanchó su cara gorda. Se limpió la mano en la falda y se la extendió<br />

mientras su boca expulsaba un chorro <strong>de</strong> saludos:<br />

-¿Cómo está, cómo está, señor Alberto? ¡Qué gusto!, pase, pase. ¡Qué gusto <strong>de</strong> verlo! No lo había<br />

reconocido con ese uniforme tan bonito que tiene. Yo <strong>de</strong>cía, ¿quién es, quién es? y no me daba cuenta.<br />

Me estoy quedando ciega por el humo <strong>de</strong> la cocina, sabe usted, y también por la vejez. Pase, señor<br />

Alberto, qué gusto <strong>de</strong> verlo.<br />

Apenas entraron, Teresa se dirigió a la tía:<br />

-Alberto se quedará a almorzar con nosotras.<br />

-¿Ah? -dijo la tía, como tocada por el rayo- ¿Qué?<br />

-Se va a quedar a almorzar con nosotras -repitió Teresa.<br />

Sus Ojos imploraban a la mujer que no mostrara ese asombro <strong>de</strong>smedido, que hiciera un gesto <strong>de</strong><br />

asentimiento. Pero la tía no salía <strong>de</strong> su pasmo: <strong>los</strong> ojos muy abiertos, el labio inferior caído, la frente<br />

constelada <strong>de</strong> arrugas, parecía en éxtasis. Al fin, reaccionó y con una mueca agria, or<strong>de</strong>nó a Teresa:<br />

-Ven aquí.<br />

Dio media vuelta y retorciendo el cuerpo al andar como un pesado camello, entró a la cocina. Teresa fue<br />

tras ella, cerró la cortina e inmediatamente se llevó un <strong>de</strong>do a la boca, pero era inútil: la tía no <strong>de</strong>cía<br />

nada, sólo la miraba iracunda y le mostraba las uñas. Teresa le habló al oído:<br />

-El chino te pue<strong>de</strong> fiar hasta el martes. No digas nada, que no te oiga, <strong>de</strong>spués te explico. Tiene que<br />

quedarse con nosotras. No te enojes, por favor, tía. Anda, estoy segura que te fiará.<br />

-Idiota -bramó la tía, pero en el acto bajó la voz y se llevó un <strong>de</strong>do a la boca. Murmuró: -Idiota. ¿Te has<br />

vuelto loca, quieres matarme a colerones? Hace años que el chino no me fía nada. Le <strong>de</strong>bemos plata y<br />

no puedo asomarme por ahí. Idiota.<br />

-Ruégale -dijo Teresa-. Haz cualquier cosa.<br />

-Idiota -exclamó la tía y volvió a bajar la voz- Sólo hay dos platos. ¿Le vas a dar una sopa apenas? No<br />

hay ni pan.<br />

-Anda, tía -insistió Teresa- Por lo que más quieras.<br />

Y sin esperar su respuesta, regresó a la sala. Alberto estaba sentado. Había puesto el maletín en el suelo<br />

y encima el quepí. Teresa se sentó junto a él. Vio que sus cabel<strong>los</strong> estaban sucios y alborotados como<br />

una cresta. Volvió a abrirse la cortina y apareció la tía. Su rostro, todavía enrojecido por la cólera,<br />

<strong>de</strong>splegaba una porfiada sonrisa.<br />

-Ya vengo, señor Alberto. Vuelvo ahorita. Tengo que salir un momentito, sabe usted. -Miró a Teresa con<br />

Ojos fulminantes: -Anda a fijarte en la cocina.<br />

Salió dando un portazo.<br />

-¿Qué te pasó el sábado? -preguntó Teresa- ¿Por qué no saliste?<br />

-Ha muerto Arana -dijo Alberto- Lo enterraron el martes.<br />

-¿Cómo? -dijo ella- ¿Arana, el <strong>de</strong> la esquina? ¿Ha muerto? Pero, no pue<strong>de</strong> ser. ¿Quieres <strong>de</strong>cir Ricardo<br />

Arana?<br />

-Lo velaron en el colegio -dijo Alberto; su voz no expresaba emoción alguna, sólo cierto cansancio; sus<br />

Ojos parecían nuevamente ausentes-. No lo trajeron a su casa. Fue el sábado pasado. En la campaña.<br />

Hacíamos práctica <strong>de</strong> tiro. Le cayó un balazo en la cabeza.<br />

-Pero -dijo Teresa, cuando él calló; se la notaba confusa-. Yo lo conocía muy poco. Pero me da mucha<br />

pena. ¡Es horrible! -Le puso una mano en el hombro- ¿Estaba en tu misma sección, no? ¿Es por eso qué<br />

estás triste?<br />

-En parte, sí -dijo él, con lentitud- Era mi amigo. Y a<strong>de</strong>más...<br />

-Sí, sí -dijo Teresa- ¿Por qué estás tan cambiado? ¿Qué otra cosa ha ocurrido? -Se acercó a él y lo besó<br />

en la mejilla; Alberto no se movió y ella se en<strong>de</strong>rezó, encarnada.<br />

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