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Vargas Llosa, Mario - La ciudad y los perros - Centro Peruano de ...

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<strong>La</strong> Ciudad y <strong>los</strong> Perros <strong>Mario</strong> <strong>Vargas</strong> <strong>L<strong>los</strong>a</strong><br />

muros grises y mohosos- se parecía a <strong>los</strong> otros locales <strong>de</strong>l colegio. A<strong>de</strong>ntro, todo era distinto. El<br />

vestíbulo, con una gruesa alfombra que silenciaba las pisadas, estaba iluminado por una luz artificial<br />

muy fuerte y Alberto cerró <strong>los</strong> ojos varias veces, cegado. En las pare<strong>de</strong>s había cuadros; le parecía<br />

reconocer, al pasar, a <strong>los</strong> personajes que ilustraban el libro <strong>de</strong> historia, sorprendidos en el instante<br />

supremo: Bolognesi disparando el último cartucho, San Martín enarbolando una ban<strong>de</strong>ra, Alfonso Ugarte<br />

precipitándose al abismo, el presi<strong>de</strong>nte <strong>de</strong> la República recibiendo una medalla. Después <strong>de</strong>l vestíbulo,<br />

había una sala <strong>de</strong>sierta, gran<strong>de</strong>, muy iluminada: en las pare<strong>de</strong>s abundaban <strong>los</strong> trofeos <strong>de</strong>portivos y <strong>los</strong><br />

diplomas. Gamboa fue hacia una esquina. Tomaron el ascensor. El teniente marcó el cuarto piso, sin<br />

duda el último. Alberto pensó que era absurdo no haberse dado cuenta en tres años <strong>de</strong>l número <strong>de</strong><br />

pisos que tenía ese edificio. Vedado para <strong>los</strong> ca<strong>de</strong>tes, monstruo grisáceo y algo satánico porque allí se<br />

elaboraban las listas <strong>de</strong> consignados y en él tenían sus madrigueras las autorida<strong>de</strong>s <strong>de</strong>l colegio, el<br />

edificio <strong>de</strong> la administración estaba tan lejos <strong>de</strong> las cuadras, en el espíritu <strong>de</strong> <strong>los</strong> ca<strong>de</strong>tes, como el<br />

palacio arzobispal o la playa <strong>de</strong> Ancón.<br />

-Pase -dijo Gamboa.<br />

Era un corredor estrecho; las pare<strong>de</strong>s relucían. Gamboa empujó una puerta. Alberto vio un escritorio y<br />

tras él, junto a un retrato <strong>de</strong>l coronel, a un hombre vestido <strong>de</strong> civil.<br />

-El coronel lo espera -dijo éste a Gamboa- Pue<strong>de</strong> usted pasar, teniente.<br />

-Siéntese ahí -dijo Gamboa a Alberto-. Ya lo llamarán. Alberto tomó asiento, frente al civil. El hombre<br />

revisaba unos papeles; tenía un lápiz en las manos y lo movía en el aire como siguiendo unos compases<br />

secretos. Era bajito, <strong>de</strong> rostro anónimo y bien vestido; el cuello duro parecía incomodarle, a cada<br />

instante movía la cabeza y la nuez se <strong>de</strong>splazaba bajo la piel <strong>de</strong> su garganta como un animalito aturdido.<br />

Alberto intentó escuchar lo que ocurría al otro lado, pero no oyó nada. Se abstrajo: Teresa le sonreía<br />

<strong>de</strong>s<strong>de</strong> el para<strong>de</strong>ro <strong>de</strong>l Colegio Raimondi. <strong>La</strong> imagen lo asediaba <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que se llevaron al cabo <strong>de</strong> la celda<br />

vecina. Sólo el rostro <strong>de</strong> la muchacha aparecía, suspendido ante <strong>los</strong> muros pálidos <strong>de</strong>l colegio italiano, al<br />

bor<strong>de</strong> <strong>de</strong> la avenida <strong>de</strong> Arequipa; no divisaba su cuerpo. Había pasado horas tratando <strong>de</strong> recordarla <strong>de</strong><br />

cuerpo entero. Imaginaba para ella vestidos elegantes, joyas, peinados exóticos. Un momento se<br />

ruborizó: "estoy jugando a vestir a la muñeca, como las mujeres". Revisó su maletín y sus bolsil<strong>los</strong> en<br />

vano: no tenía papel, no podía escribirle. Entonces redactó cartas imaginarias, composiciones repletas <strong>de</strong><br />

imágenes grandilocuentes, en las que le hablaba <strong>de</strong>l Colegio Militar, el amor, la muerte <strong>de</strong>l Esclavo, el<br />

sentimiento <strong>de</strong> culpa y el porvenir. De pronto, oyó un timbre. El civil hablaba por teléfono; asentía, como<br />

si su interlocutor pudiera verlo. Colgó el fono <strong>de</strong>licadamente y se volvió hacia él.<br />

-¿Usted es el ca<strong>de</strong>te Fernán<strong>de</strong>z? Pase a la oficina <strong>de</strong>l coronel, por favor.<br />

Avanzó hasta la puerta. Golpeó tres veces con <strong>los</strong> nudil<strong>los</strong>. No obtuvo respuesta. Empujó: la habitación<br />

era enorme, estaba alumbrada con tubos fluorescentes, sus ojos se irritaron al entrar en contacto con<br />

esa inesperada atmósfera azul. A diez metros <strong>de</strong> distancia, vio a tres oficiales, sentados en unos sillones<br />

<strong>de</strong> cuero. <strong>La</strong>nzó una mirada circular: un escritorio <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra, diplomas, ban<strong>de</strong>rines, cuadros, una<br />

lámpara <strong>de</strong> pie. El piso no tenía alfombra: el encerado relucía y sus botines se <strong>de</strong>slizaban como sobre<br />

hielo. Caminó muy <strong>de</strong>spacio, temía resbalar. Miraba el suelo, sólo levantó la cabeza al ver que bajo sus<br />

ojos surgía una pierna enfundada en un pantalón caqui y un brazo <strong>de</strong> sillón. Se cuadró.<br />

-¿Fernán<strong>de</strong>z? -dijo la voz que retumbaba bajo el cielo nublado cuando <strong>los</strong> ca<strong>de</strong>tes evolucionaban en el<br />

estadio, ensayando <strong>los</strong> ejercicios para las actuaciones, la vocecita silbante que <strong>los</strong> mantenía inmóviles en<br />

el salón <strong>de</strong> actos, hablándoles <strong>de</strong> patriotismo y espíritu <strong>de</strong> sacrificio- ¿ Fernán<strong>de</strong>z qué?<br />

-Fernán<strong>de</strong>z Temple, mi coronel. Ca<strong>de</strong>te Alberto Fernán<strong>de</strong>z Temple.<br />

El coronel lo observaba; era bruñido y regor<strong>de</strong>te, sus cabel<strong>los</strong> grises estaban cuidadosamente aplastados<br />

contra el cráneo.<br />

-¿Qué es usted <strong>de</strong>l general Temple? -dijo el coronel. Alberto trataba <strong>de</strong> adivinar lo que vendría por la<br />

voz. Era fría pero no amenazadora.<br />

-Nada, mi coronel. Creo que el general Temple es <strong>de</strong> <strong>los</strong> Temple <strong>de</strong> Piura. Yo soy <strong>de</strong> <strong>los</strong> <strong>de</strong> Moquegua.<br />

-Sí -dijo el coronel- Es un provinciano. -Se volvió y Alberto, siguiendo su mirada, <strong>de</strong>scubrió en el otro<br />

sillón al comandante Altuna- Como yo. Como la mayoría <strong>de</strong> <strong>los</strong> jefes <strong>de</strong>l Ejército. Es un hecho, <strong>de</strong> las<br />

provincias salen <strong>los</strong> mejores oficiales. A propósito, Altuna, ¿usted <strong>de</strong> dón<strong>de</strong> es?<br />

-Yo soy limeño, mi coronel. Pero me siento provinciano. Toda mi familia es <strong>de</strong> Ancasti.<br />

Alberto trató <strong>de</strong> localizar a Gamboa, pero no pudo. El teniente ocupaba el sillón cuyo espaldar tenía al<br />

frente: Alberto sólo veía un brazo, la pierna inmóvil y un pie que taconeaba levemente.<br />

-Bueno, ca<strong>de</strong>te Fernán<strong>de</strong>z -dijo el coronel; su voz había cobrado cierta gravedad- Ahora vamos a hablar<br />

<strong>de</strong> cosas más serias, más actuales. -El coronel, hasta entonces recostado en el sillón, había avanzado<br />

hasta el bor<strong>de</strong> <strong>de</strong>l asiento: su vientre aparecía, bajo su cabeza, como un ser aparte- ¿Es usted un<br />

verda<strong>de</strong>ro ca<strong>de</strong>te, una persona sensata, inteligente, culta? Vamos a suponer que sí. Quiero <strong>de</strong>cir que no<br />

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