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Vargas Llosa, Mario - La ciudad y los perros - Centro Peruano de ...

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<strong>La</strong> Ciudad y <strong>los</strong> Perros <strong>Mario</strong> <strong>Vargas</strong> <strong>L<strong>los</strong>a</strong><br />

Se abrió camino hacia <strong>los</strong> asientos <strong>de</strong> atrás. Tico y Alberto lo siguieron. <strong>La</strong> muchacha, advirtiendo el<br />

peligro, se había puesto a mirar por la ventanilla <strong>los</strong> árboles <strong>de</strong> la avenida. Era bonita y redonda; su<br />

nariz latía como el hocico <strong>de</strong> un conejito, casi pegada al vidrio, y lo empañaba.<br />

-Hola, corazón -cantó Pluto.<br />

-No molestes a mi novia -dijo Tico- 0 te parto el alma.<br />

-No importa -dijo Pluto- Puedo morir por ella. -Abrió <strong>los</strong> brazos como un recitador-. <strong>La</strong> amo.<br />

Tico y Pluto rieron a carcajadas. <strong>La</strong> muchacha seguía mirando <strong>los</strong> árboles.<br />

-No le hagas caso, amorcito -dijo Tico- Es un salvaje. Pluto, pi<strong>de</strong> disculpas a la señorita.<br />

-Tienes razón -dijo Pluto-. Soy un salvaje y estoy arrepentido. Por favor, perdóname. Dime que me<br />

perdonas o hago un escándalo.<br />

-¿No tienes corazón? -preguntó Tico.<br />

Alberto miraba también por la ventanilla: <strong>los</strong> árboles estaban húmedos y el pavimento relucía. Por la<br />

pista contraria <strong>de</strong>sfilaba una columna <strong>de</strong> automóviles. El Expreso había <strong>de</strong>jado atrás Orrantia y las<br />

gran<strong>de</strong>s resi<strong>de</strong>ncias multicolores. <strong>La</strong>s casas eran ahora pequeñas, pardas.<br />

-Esto es una vergüenza -dijo una señora- ¡Dejen tranquila a esa niña!<br />

Tico y Pluto seguían riendo. <strong>La</strong> muchacha <strong>de</strong>spegó un instante la vista <strong>de</strong> la avenida y lanzó a su<br />

alre<strong>de</strong>dor una vivísima mirada <strong>de</strong> ardilla. Una sonrisa cruzó su rostro y <strong>de</strong>sapareció.<br />

-Con mucho gusto, señora -dijo Tico. Y volviéndose a la muchacha-: Le pedimos disculpas, señorita.<br />

-Aquí me bajo -dijo Alberto, tendiéndoles la mano - Hasta luego.<br />

-Ven con nosotros -dijo Tico- Vamos al cine. Tenemos una chica para ti. No está mal.<br />

-No puedo -dijo Alberto- Tengo una cita.<br />

- ¿En Lince? -dijo Pluto, malicioso-. ¡Ah, tienes un plancito, cholifacio! Buen provecho. Y no te pierdas,<br />

anda por el barrio, todos se acuerdan <strong>de</strong> ti.<br />

“Ya sabía que era fea", pensó, apenas la vio, en el primero <strong>de</strong> <strong>los</strong> peldaños <strong>de</strong> su casa. Y dijo,<br />

rápidamente:<br />

-Buenas tar<strong>de</strong>s. ¿Está Teresa?<br />

-Soy yo.<br />

-Tengo un encargo <strong>de</strong> Arana. Ricardo Arana.<br />

-Pase -dijo la muchacha, cohibida- Tome asiento.<br />

Alberto se sentó a la orilla y se mantuvo rígido. ¿Lo resistiría la silla? Por el vacío que <strong>de</strong>jaba la cortina<br />

entre las dos habitaciones, vio el final <strong>de</strong> una cama y <strong>los</strong> gran<strong>de</strong>s pies oscuros <strong>de</strong> una mujer. <strong>La</strong><br />

muchacha estaba a su lado.<br />

-Arana no ha podido salir -dijo Alberto- Mala suerte, lo consignaron esta mañana. Me dijo que tenía un<br />

compromiso con usted, que viniera a disculparlo.<br />

-¿Lo consignaron? -dijo Teresa. Su rostro mostraba <strong>de</strong>sencanto. Llevaba <strong>los</strong> cabel<strong>los</strong> recogidos en la<br />

nuca con la cinta azul. "¿Se habrán besado en la boca?", pensó Alberto.<br />

-Eso le pasa a todo el mundo -dijo- Es cuestión <strong>de</strong> suerte. Vendrá a verla el próximo sábado.<br />

-¿Quién está ahí? -preguntó una voz malhumorada. Alberto miró: <strong>los</strong> pies habían <strong>de</strong>saparecido.<br />

Segundos <strong>de</strong>spués, un rostro grasiento asomó sobre la cortina. Alberto se puso <strong>de</strong> pie.<br />

-Es un amigo <strong>de</strong> Arana -dijo Teresa- Se llama...<br />

Alberto dijo su nombre. Sintió en la suya una mano gorda y fláccida, sudada: un molusco. <strong>La</strong> mujer<br />

sonreía teatralmente y se había lanzado a hablar sin pausas. En el chisporroteo <strong>de</strong> palabras, las fórmulas<br />

<strong>de</strong> cortesía que Alberto había escuchado en su infancia aparecían corno en caricatura, condimentadas<br />

con adjetivos lujosos y gratuitos, y a ratos comprendía que lo trataban <strong>de</strong> señor y <strong>de</strong> don y lo<br />

interrogaban sin esperar su respuesta. Se halló envuelto en una costra verbal, en un laberinto sonoro.<br />

-Siéntese, siéntese - <strong>de</strong>cía la mujer, señalando la silla, el cuerpo doblado en una reverencia <strong>de</strong> gran<br />

mamífero- No se incomo<strong>de</strong> por mí, ésta es su casa, una casa pobre pero honrada, ¿sabe usted?, toda mi<br />

vida me he ganado el pan como Dios manda, con el sudor <strong>de</strong> mi frente, soy costurera y he podido dar<br />

una buena educación a Teresita, mi sobrinita, la pobre quedó huérfana, figúrese, y me lo <strong>de</strong>be todo,<br />

siéntese, señor Alberto.<br />

-Arana se quedó consignado -dijo Teresa; evitaba mirar a Alberto y a su tía-. El señor trajo el recado.<br />

"¿El señor?", pensó Alberto. Y buscó <strong>los</strong> ojos <strong>de</strong> la muchacha, pero ésta miraba ahora el suelo. <strong>La</strong> mujer<br />

se había erguido y tenía <strong>los</strong> brazos abiertos. Su sonrisa se había congelado, pero seguía intacta en sus<br />

pómu<strong>los</strong>, en su ancha nariz, en sus ojil<strong>los</strong> disimulados bajo bolsas carnosas.<br />

-Pobrecito - <strong>de</strong>cía- pobre muchacho, cómo sufrirá su madre, yo también tuve hijos y sé lo que es el dolor<br />

<strong>de</strong> una madre, porque se me murieron, así es el Señor y mejor no tratar <strong>de</strong> compren<strong>de</strong>r, pero ya saldrá<br />

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