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La Vida de Jesus por Elena de White

EN el corazón de toda la humanidad, sin distinción de etnicidad, religión o clase socioeconómica, hay un indecible deseo ardiente de algo intangible - el alma tan vacía y desconforme. Este anhelo es inherente en la misma constitución del hombre por un Creador misericordioso, para que el hombre no se sienta satisfecho con su presente condición, lo que sea que pueda ser. Pero es posible la experiencia de plenitud espiritual en Jesucristo. El profeta Ageo llama con justicia a Cristo "el Deseado de todas las gentes". Es el propósito de este libro presentar a Jesucristo como Aquel en quien puede satisfacerse todo anhelo - con abundante enseñanza, poder insondable, muchas vislumbres de su vida ejemplar de Jesús de Nazaret.

EN el corazón de toda la humanidad, sin distinción de etnicidad, religión o clase socioeconómica, hay un indecible deseo ardiente de algo intangible - el alma tan vacía y desconforme. Este anhelo es inherente en la misma constitución del hombre por un Creador misericordioso, para que el hombre no se sienta satisfecho con su presente condición, lo que sea que pueda ser. Pero es posible la experiencia de plenitud espiritual en Jesucristo. El profeta Ageo llama con justicia a Cristo "el Deseado de todas las gentes". Es el propósito de este libro presentar a Jesucristo como Aquel en quien puede satisfacerse todo anhelo - con abundante enseñanza, poder insondable, muchas vislumbres de su vida ejemplar de Jesús de Nazaret.

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"Y nosotros, a la verdad, justamente pa<strong>de</strong>cemos --gimió,--<strong>por</strong>que recibimos lo que merecieron<br />

nuestros hechos: mas éste ningún mal hizo."<br />

Nada ponía ya en tela <strong>de</strong> juicio. No expresaba dudas ni reproches. Al ser con<strong>de</strong>nado <strong>por</strong> su crimen,<br />

el ladrón se había llenado <strong>de</strong> <strong>de</strong>sesperación; pero ahora brotaban en su mente pensamientos<br />

extraños, impregnados <strong>de</strong> ternura. Recordaba todo lo que había oído <strong>de</strong>cir acerca <strong>de</strong> Jesús, cómo<br />

había sanado a los enfermos y perdonado el pecado. Había oído las palabras <strong>de</strong> los que creían en<br />

Jesús y le seguían llorando. Había visto y leído el título puesto sobre la cabeza <strong>de</strong>l Salvador. Había<br />

oído a los transeúntes repetirlo, algunos con labios temblorosos y afligidos, otros con escarnio y<br />

burla. El Espíritu Santo iluminó su mente y poco a poco se fue eslabonando la ca<strong>de</strong>na <strong>de</strong> la<br />

evi<strong>de</strong>ncia. En Jesús, magullado, escarnecido y colgado <strong>de</strong> la cruz, vio al Cor<strong>de</strong>ro <strong>de</strong> Dios, que<br />

quita el pecado <strong>de</strong>l mundo.<br />

<strong>La</strong> esperanza se mezcló con la angustia en su voz, mientras que su alma <strong>de</strong>samparada se aferraba<br />

<strong>de</strong> un Salvador moribundo. "Señor, acuérdate <strong>de</strong> mí --exclamó,-- cuando vinieres en tu reino."*<br />

Prestamente llegó la respuesta. El tono era suave y melodioso, y las palabras, llenas <strong>de</strong> amor,<br />

compasión y po<strong>de</strong>r: De cierto te digo hoy: estarás conmigo en el paraíso. Durante largas horas <strong>de</strong><br />

agonía, el vilipendio y el escarnio habían herido los oídos <strong>de</strong> Jesús. Mientras pendía <strong>de</strong> la cruz,<br />

subía hacia él el ruido <strong>de</strong> las burlas y maldiciones.<br />

Con corazón anhelante, había escuchado para oír alguna expresión <strong>de</strong> fe <strong>de</strong> parte <strong>de</strong> sus discípulos.<br />

Había oído solamente las tristes palabras: "Esperábamos que él era el que había <strong>de</strong> redimir a Israel."<br />

¡Cuánto agra<strong>de</strong>cimiento sintió entonces el Salvador <strong>por</strong> la expresión <strong>de</strong> fe y amor que oyó <strong>de</strong>l<br />

ladrón moribundo! Mientras los dirigentes judíos le negaban y hasta sus discípulos dudaban <strong>de</strong> su<br />

divinidad, el pobre ladrón, en el umbral <strong>de</strong> la eternidad, llamó a Jesús, Señor. Muchos estaban<br />

dispuestos a llamarle Señor cuando realizaba milagros y <strong>de</strong>spués que hubo resucitado <strong>de</strong> la tumba;<br />

pero mientras pendía moribundo <strong>de</strong> la cruz, nadie le reconoció sino el ladrón arrepentido que se<br />

salvó a la undécima hora. Los que estaban cerca <strong>de</strong> allí oyeron las palabras <strong>de</strong>l ladrón cuando<br />

llamaba a Jesús, Señor. El tono <strong>de</strong>l hombre arrepentido llamó su atención. Los que, al pie <strong>de</strong> la<br />

cruz, habían estado disputándose la ropa <strong>de</strong> Cristo y echando suertes sobre su túnica, se <strong>de</strong>tuvieron<br />

a escuchar. Callaron las voces airadas.<br />

Con el aliento en suspenso, miraron a Cristo y esperaron la respuesta <strong>de</strong> aquellos labios<br />

moribundos. Mientras pronunciaba las palabras <strong>de</strong> promesa, la obscura nube que parecía ro<strong>de</strong>ar la<br />

cruz fue atravesada <strong>por</strong> una luz viva y brillante. El ladrón arrepentido sintió la perfecta paz <strong>de</strong> la<br />

aceptación <strong>por</strong> Dios. En su humillación, Cristo fue glorificado. El que ante otros ojos parecía<br />

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