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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

clavó los ojos en las pálidas nubes de la noche; y durante el largo y fijo mirar los<br />

pensamientos se le desvanecieron; no sabía si miraba a las nubes del cielo o a su propio y<br />

turbio mundo interior. Y de súbito, en el instante que se adormía sobre la piedra, surgió,<br />

como un fucilazo, en las nubes volanderas, pálido, un rostro inmenso, el rostro de Eva.<br />

Tenía una expresión grave y velada; mas, de pronto, abrió los ojos anchamente, unos ojos<br />

grandes llenos de ansia, de placer y de matanza. <strong>Goldmundo</strong> durmió hasta que lo mojó el<br />

rocío.<br />

Al día siguiente, Lena estaba enferma. La dejaron en cama, había mucho que hacer.<br />

Roberto encontró por la mañana, en el bosquecillo, dos ovejas que huyeron de él a la<br />

carrera. En compañía de <strong>Goldmundo</strong>, anduvo corriendo más de medio día a la busca de las<br />

ovejas; al cabo lograron apresar una; venían muy cansados cuando, al atardecer,<br />

regresaron con su botín. Lena se sentía muy mal. <strong>Goldmundo</strong> la examinó y la palpó y<br />

encontró en su cuerpo bubones de peste. Nada dijo, pero Roberto concibió sospechas<br />

cuando supo que la joven seguía enferma y salió de la cabaña. Anunció que buscaría afuera<br />

un lugar para pasar la noche y que se llevaría consigo la cabra pues también ella podía<br />

contagiarse.<br />

—¡Vete al diablo! —le gritó <strong>Goldmundo</strong> enfurecido—. No te quiero ver más.<br />

Y cogiendo la cabra se la llevó consigo tras el tabique de retama. Roberto se fue en silencio,<br />

sin cabra; estaba sobrecogido de miedo, miedo de la peste, miedo de <strong>Goldmundo</strong>, miedo de<br />

la soledad y de la noche. Se tendió cerca de la choza.<br />

<strong>Goldmundo</strong> le dijo a Lena:<br />

—Yo permaneceré a tu lado, no te inquietes. Pronto sanarás.<br />

Ella meneó la cabeza.<br />

—Cuida de no enfermarte tú también, amado mío; no te acerques mucho. No te esfuerces<br />

por consolarme. Voy a morir y lo prefiero a ver un día tu lecho vacío y que me has<br />

abandonado. Todas las mañanas he pensado en eso, llena de temor. No, más vale morir.<br />

Al llegar la mañana se encontraba muy grave. Durante la noche, <strong>Goldmundo</strong> le había dado,<br />

de tanto en tanto, un sorbo de agua, y en los intervalos había logrado dormir cosa de una<br />

hora. Ahora, al clarear el día, descubrió en su semblante, claramente, la proximidad de la<br />

muerte; estaba ya marchito y flaccido. Salió afuera un momento para tomar el aire y mirar<br />

al cielo. Algunos torcidos y rojos troncos de pino brillaban ya al sol en el borde del bosque,<br />

el aire tenía un sabor fresco y dulce, las lejanas montañas estaban aún ocultas tras las<br />

nubes matinales. Caminó un corto trecho para estirar los miembros fatigados, respirando<br />

profundamente. Hermoso era el mundo en aquella mañana triste. Pronto recomenzaría el<br />

peregrinar. Había que despedirse.<br />

Roberto lo llamó desde el bosque. ¿Estaba mejor? Si no era la peste, se quedaba. Que no se<br />

enfadase con él. Entretanto, había cuidado de la oveja.<br />

—Al diablo con tu oveja —le respondió <strong>Goldmundo</strong>—. Lena está agonizando y yo también<br />

me he contagiado.<br />

Lo último era mentira; lo dijo para quitárselo de encima. Aunque aquel Roberto tuviese<br />

buen corazón, estaba ya harto de él, le resultaba demasiado cobarde y mezquino, no podía<br />

congeniar con él en aquel tiempo lleno de destino y agitación. Roberto se fue para no<br />

volver. Salía, luminoso, el sol.<br />

Cuando regresó junto a Lena, ella dormía. También el tornó a dormirse y vio en sueños a su<br />

viejo caballo Careto y al hermoso castaño del convento; parecíale contemplar, vuelto hacia<br />

atrás, desde infinita y desierta lejanía, un hogar dulce y perdido; y cuando despertó, le<br />

corrían las lágrimas por las mejillas barbirrubias. Oyó hablar a Lena con voz débil; creyó<br />

que lo llamaba y se incorporó en su lecho; pero ella no se dirigía a nadie, únicamente<br />

balbuceaba palabras para sí, palabras cariñosas, improperios, se reía un poco, y luego<br />

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