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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

—Perdona —le dijo él con humildad—; estamos hablando de cosas de las que no deberíamos<br />

hablar. Yo soy el culpable; ¡perdóname! Me preguntas si no tengo vergüenza. Sí, la tengo.<br />

Pero te quiero, y el amor desconoce la vergüenza. ¡No te enojes!<br />

Ella parecía no escuchar. Permanecía sentada, con aquel gesto de amargura en la boca,<br />

mirando a lo lejos como si se hallase sola. Jamás se había visto <strong>Goldmundo</strong> en una situación<br />

semejante. Eso le sucedía por hablar.<br />

Apoyó suavemente la cara en la rodilla de Lidia y en seguida notó que aquel contacto le<br />

hacía bien. Encontrábase, sin embargo, un poco desconcertado y triste, y también, ella<br />

parecía seguir triste, pues permanecía inmóvil, silenciosa y con la vista fija en lontananza.<br />

¡Cuánta turbación, cuánta tristeza! Pero la rodilla aceptaba con agrado la presión de sus<br />

mejillas, no lo rechazaba. Su rostro descansaba, con los ojos cerrados, en aquella rodilla<br />

cuya forma noble, alargada, fue captando poce a poco. <strong>Goldmundo</strong> pensaba con gozo y<br />

emoción en el estrecho parentesco que existía entre la distinguida y juvenil rodilla de Lidia y<br />

sus uñas largas, hermosas, firmemente combadas. Agradecido, apretóse contra la rodilla y<br />

dejó que las mejillas y la boca conversaran con ella.<br />

Ahora notaba que la mano de Lidia, tímida y leve como un pájaro, se posaba en sus<br />

cabellos. Sentía aquella mano querida acariciarle suavemente, infantilmente, el pelo.<br />

Muchas veces la había ya observado y admirado, la conocía casi tan bien como la propia,<br />

aquellos dedos largos y delgados con las largas colinillas rosadas, bellamente combadas, de<br />

las uñas. Los largos dedos delicados pusiéronse a platicar recatadamente con sus bucles.<br />

Aquel lenguaje era infantil y temeroso, pero trascendía amor. Agradecido, apretó la cabeza<br />

contra la mano de la joven y sintió el delicioso contacto de su palma en la nuca y las<br />

mejillas.<br />

Entonces dijo ella:<br />

—Ya es hora, debemos irnos.<br />

Él alzó la cabeza y la miró con ternura; y suavemente le besó los finos dedos.<br />

—Vamos, levántate —profirió la joven—. Hay que retornar a casa.<br />

Obedeció en seguida. Se levantaron, montaron en sus caballos y partieron.<br />

El corazón de <strong>Goldmundo</strong> desbordaba ventura. ¡Qué hermosa era Lidia, qué infantilmente<br />

pura y tierna! Ni siquiera la había besado, y, sin embargo, se sentía satisfecho y lleno de<br />

ella. Cabalgaron a paso tirado, y sólo en el instante de llegar, justo ante la puerta del patio,<br />

la muchacha se alarmó y dijo:<br />

—No hubiéramos debido regresar juntos. ¡Qué imprudencia!<br />

Y en el último momento, cuando ya desmontaban y venía corriendo hacia ellos un mozo de<br />

cuadra, le susurró al oído con rapidez y vehemencia;<br />

—¡Díme si has estado la noche pasada con esa mujer!<br />

El movió negativamente la cabeza repetidas veces y se puso a desembridar el caballo.<br />

Por la tarde, cuando el padre ya había salido, Lidia se presentó en el gabinete de estudio.<br />

—¿Es verdad? —preguntó de súbito, con pasión. Él comprendió en seguida de qué se<br />

trataba.<br />

—¿Por qué, pues —añadió—, has tenido con ella tan abominables juegos y la has<br />

enamorado?<br />

—Por ti —repuso él—. Créeme; me hubiera agradado mil veces más acariciar tu pie que el<br />

de ella. Pero tu pie jamás se acercó a mí bajo la mesa ni me preguntó si te quiero.<br />

—¿De veras me quieres, <strong>Goldmundo</strong>?<br />

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