Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres
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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />
Aún seguía allí, no se había vuelto invisible del todo, podía vérsele, en ocasiones, atravesar<br />
el claustro, u oírsele musitar rezos en alguna de las capillas, arrodillado en el suelo; sabíase<br />
que había iniciado los grandes ejercicios, que ayunaba y que se levantaba tres veces en la<br />
noche para realizar sus prácticas espirituales. Seguía allí y, sin embargo, se había<br />
trasladado a otro mundo; podía vérsele raramente, mas no era posible llegarse a él, tener<br />
nada de común con él, hablarle.<br />
<strong>Goldmundo</strong> sabía que <strong>Narciso</strong> volvería a aparecer, volvería a ocupar su pupitre de trabajo,<br />
su silla en el refectorio, volvería a hablar... pero de lo que había sido nada retornaría.<br />
<strong>Narciso</strong> no volvería a pertenecerle. Y mientras consideraba esto, vio también con claridad<br />
que únicamente por <strong>Narciso</strong> le habían parecido importantes y gratos el convento y la vida<br />
monacal, la gramática y la lógica, el estudio y el espíritu. Le había cautivado su ejemplo, y<br />
el ser como él había sido su ideal. En fin, también continuaba allí el abad, a quien,<br />
asimismo, había venerado y amado y en quien había visto un alto ejemplo. Pero lo demás,<br />
los maestros, los condiscípulos, el dormitorio, el comedor, la escuela, los ejercicios, las<br />
ceremonias religiosas, el convento entero. .. sin <strong>Narciso</strong>, carecía para él de todo interés.<br />
¿Qué seguía haciendo allí? Esperaba; era, bajo el techo del convento, como un irresoluto<br />
viandante que se abriga de la lluvia bajo cualquier techo o árbol, tan sólo para aguardar,<br />
tan sólo como huésped de paso, tan sólo por miedo a la inhospitalidad del país extranjero.<br />
La vida de <strong>Goldmundo</strong> en aquella época no era más que un demorarse y despedirse.<br />
Buscaba los lugares que le eran gratos o que encerraban importancia para él. Con gran<br />
extrañeza vino a descubrir cuan pocos eran los hombres y los rostros de los que le<br />
resultaría penoso despedirse. Eran ellos <strong>Narciso</strong> y el abad Daniel, y también el bueno y<br />
dulce padre Anselmo, y aun quizás el amable portero y el jovial vecino molinero. . . pero<br />
también éstos se habían tornado ya casi irreales. Más duro se le haría despedirse de la gran<br />
imagen de piedra de la Virgen que estaba en la capilla, y de los apóstoles de la fachada.<br />
Largo tiempo permaneció delante de ellos, así como ante las hermosas tallas de la sillería<br />
del coro, ante el pozo del claustro, ante las columnas de las tres cabezas de animales; y<br />
también estuvo un buen rato apoyado en los tilos del patio, en el castaño. Todo esto sería<br />
para él un recuerdo más adelante, un pequeño libro de figuras en su corazón. Ya ahora,<br />
estando todavía en medio de aquellas cosas, empezaban a escapársele, perdían realidad y<br />
se cambiaban espectralmente en algo que había sido. Con el padre Anselmo, que se placía<br />
con su compañía, iba a buscar plantas; en la casa del molinero del convento encontraba al<br />
criado y, de vez en cuando, se dejaba convidar a vino y pescado asado; pero todo era ya<br />
extraño y casi un recuerdo. Así como allá, en la penumbra de la iglesia y en la celda de<br />
penitencia, su amigo <strong>Narciso</strong> se movía y vivía mientras que para él se había convertido en<br />
una sombra, así a su alrededor todo había perdido realidad y respiraba otoño y caducidad.<br />
En su interior nada había de real y de animado sino la vida, el inquieto latir del corazón, la<br />
dolorosa espina del anhelo, las alegrías y congojas de sus sueños. A ellos pertenecía y se<br />
entregaba. En medio de la lectura o de los estudios, entre los camaradas de la escuela,<br />
podía ensimismarse y olvidarse de todo, abandonado a los impulsos y las voces de sus<br />
adentros que lo arrastraban hacia pozos llenos de oscura melodía, hacia resplandecientes<br />
abismos llenos de fantásticas experiencias, cuyos sonidos tenían el mismo sonar que la voz<br />
de la madre y cuyos ojos innumerables eran, todos ellos, los ojos de la madre.<br />
CAPÍTULO VI<br />
Un día el padre Anselmo llamó a <strong>Goldmundo</strong> a su botica, a aquel simpático cuarto de las<br />
hierbas que tenía un olor maravilloso. Aquí se sentía <strong>Goldmundo</strong> en su medio. El padre le<br />
mostró una planta seca, pulcramente conservada entre hojas de papel, y le preguntó si la<br />
conocía y si podía describir con exactitud el aspecto que presentaba en los campos. Claro<br />
que podía; la planta se llamaba corazoncillo. Señaló con toda precisión sus características.<br />
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