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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

—¿No querrías venir conmigo, Lidia? Huyamos juntos, ¡el mundo es tan grande!<br />

—¡Qué hermoso sería! —se dolió ella—; ah qué hermoso correr contigo por todo el ancho<br />

mundo! Pero no puedo. Yo no puedo dormir en el bosque, ni carecer de hogar, ni llevar<br />

briznas de paja en los cabellos; nada de eso puedo sufrir. Y tampoco puedo causarle tal<br />

vergüenza a mi padre... No, cállate, no son meras imaginaciones. ¡No puedo! Me resulta tan<br />

imposible como comer en un plato sucio o dormir en la cama de un leproso. Ah, a nosotros<br />

nos está prohibido todo lo bueno y hermoso, hemos nacido ambos para el dolor.<br />

<strong>Goldmundo</strong>, pobre rapazuelo mío, temo que, al cabo, he de verte ahorcar. Y a mí me<br />

encerrarán y luego me enviarán a un convento. Amor mío, debes abandonarme, y holgarte<br />

de nuevo con las gitanas y las campesinas. Ah, vete, vete, antes de que te prendan y te<br />

aten. ¡Jamás seremos felices, jamás!<br />

<strong>Goldmundo</strong> le acariciaba con ternura la rodilla, v tocándole delicadamente el sexo, le pidió:<br />

—¡Pudiéramos ser tan felices, florecilla mía! ¿No me dejas?<br />

Lidia, sin enojo, pero con energía, le apartó la mano y se separó un poco.<br />

—No —dijo—, no, no te dejo. Me está prohibido. Tú, pequeño gitano, quizá no lo<br />

comprendas. Estoy procediendo mal, no soy una muchacha como se debe, a toda la casa<br />

acarreo vergüenza. Pero en cierto rincón del fondo del alma sigo siendo altiva, allí nadie<br />

puede entrar. Y tú debes permitírmelo, pues, de lo contrario, nunca más vendría a tu<br />

habitación.<br />

Jamás había <strong>Goldmundo</strong> desatendido una prohibición, un deseo, una indicación suya. Él<br />

mismo se asombraba del gran poder que la joven tenía sobre él. Pero sufría. Sus sentidos<br />

hallábanse insatisfechos y su corazón se resistía, a menudo impetuosamente, a aquella<br />

dependencia. A veces se esforzaba por librarse de ella. A veces cortejaba con exquisita<br />

cortesía a la pequeña Julia; convenía sobremanera estar en buenas relaciones con aquella<br />

importante persona y, en lo posible, engañarla. Era curioso lo que le sucedía con aquella<br />

Julia, que en ocasiones procedía como una niña y en ocasiones parecía saberlo todo. Sin<br />

duda era más bella que Lidia, era una belleza nada común, y esto, unido a su ingenuidad<br />

infantil un tanto precoz, constituía para <strong>Goldmundo</strong> un gran atractivo; a menudo sentíase<br />

intensamente enamorado de ella. Cabalmente en ese intenso atractivo que la hermana<br />

ejercía sobre sus sentidos solía él descubrir, con asombro, la diferencia entre el deseo<br />

carnal y el amor. Al principio había mirado a las dos hermanas con iguales ojos, había<br />

encontrado a ambas codiciables, aunque a Julia más hermosa y más digna de ser seducida;<br />

había galanteado a las dos y de las dos había estado siempre pendiente. ¡Y ahora Lidia<br />

venía a ganar sobre él aquel poder! Tanto la amaba que incluso renunciaba por amor a su<br />

plena posesión. Había llegado a conocer y amar su alma, que, en su infantilidad, su ternura<br />

y su propensión a la tristeza, le parecía hermana de la propia; con frecuencia le causaba<br />

profundo pasmo y delicia la estrecha correspondencia que existía entre aquella alma y su<br />

cuerpo; ya hiciera alguna cosa, ya dijera algo, ya exteriorizara algún deseo o juicio, su<br />

palabra y la actitud de su alma llevaban exactamente el mismo sello que la línea de sus ojos<br />

y la configuración de sus dedos.<br />

Aquellos momentos en que creía ver las formas fundamentales y las leyes según las cuales<br />

estaba construido el ser de Lidia, así su cuerpo como su alma, habían despertado<br />

reiteradamente en <strong>Goldmundo</strong> el afán de retener y reproducir algo de aquella figura, al<br />

punto que intentó dibujar de memoria, con unos rasgos de pluma, en ciertas hojas que<br />

tenía muy guardadas, el contorno de su cabeza, la línea de sus cejas, su mano, su rodilla.<br />

Con Julia eso resultaba un tanto difícil. Barruntaba, evidentemente, la ola de amor en que<br />

su hermana mayor flotaba, y sus sentidos se volvían llenos de curiosidad y avidez hacia el<br />

paraíso, sin que su obstinada razón quisiera reconocerlo. Mostraba hacia <strong>Goldmundo</strong> una<br />

exagerada frialdad y antipatía, no obstante lo cual podía, en momentos de distracción,<br />

observarlo con admiración y lasciva curiosidad. Con Lidia era a menudo muy cariñosa, a<br />

veces iba a verla a la cama y, entonces, respiraba con callada codicia en la región del amor<br />

y del sexo y rozaba audazmente el prohibido y ansiado secreto. Luego tornaba a dar a<br />

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