Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres
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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />
conseguido realizar en mi obra y que vosotros no podéis ver, y entonces me sentiré en mis<br />
adentros tan vacío y despojado como el taller.<br />
—Quizá sea así —dijo <strong>Narciso</strong>—; ninguno de los dos puede entender al otro por entero. Pero<br />
es común a todos los hombres de buena voluntad el que, a la postre, nos sintamos<br />
avergonzados de nuestras obras y el que tengamos que empezar de nuevo, una y otra vez,<br />
y repetir el sacrificio.<br />
Semanas después, la gran talla de <strong>Goldmundo</strong> llegaba a su término y era puesta en su<br />
lugar. Repitióse lo que ya había experimentado en otro tiempo: su obra pasó a ser posesión<br />
de los demás, se la contempló, juzgó y elogió, y a él lo colmaron de loores y le tributaron<br />
gran honor; pero su corazón y su taller estaban vacíos y no sabía ya si la obra valía el<br />
sacrificio. El día de la inauguración fue invitado a la mesa de los padres y hubo una comida<br />
de fiesta en que se bebió el vino más añejo de la casa; comió del suculento pescado y de la<br />
caza que sirvieron, y más que el viejo vino lo tonificó y animó el gozo que mostraba <strong>Narciso</strong><br />
por su obra y por el homenaje que le rendían.<br />
El abad había ya planeado un nuevo trabajo y se lo encomendó. Tratábase de un altar para<br />
la capilla de la Virgen de Neuzell, que pertenecía al convento, y en donde era capellán un<br />
fraile de Mariabronn. <strong>Goldmundo</strong> pensó hacer para ese altar una imagen de Santa María en<br />
la que perpetuaría una de las inolvidables figuras de su juventud, la de Lidia, la hermosa y<br />
medrosa hija del caballero. En lo restante, aquel encargo no encerraba para él mayor<br />
importancia pero le parecía apropiado para que Erico hiciera con él su pieza de examen. Si<br />
Erico salía airoso del empeño, tendría en él para siempre un buen colaborador que pudiera<br />
reemplazarle, y, de este modo, quedaría libre para dedicarse a aquellos trabajos que<br />
únicamente atraían su interés. Escogió con Erico las maderas precisas para la obra y se las<br />
hizo preparar. A menudo lo dejaba solo, había vuelto a sus paseos y largas excursiones por<br />
el bosque; y si alguna vez permanecía afuera varios días, Erico se lo comunicaba al abad y<br />
éste sentía algún temor de que se hubiese ido para siempre. Sin embargo, retornaba; y<br />
luego de trabajar cosa de una semana en la imagen de Lidia, tornaba a su errabundeo.<br />
Estaba lleno de preocupaciones; desde que terminara aquel gran trabajo, su vida se había<br />
desordenado, no asistía a la misa del alba, sentía honda inquietud y descontento. Ahora<br />
pensaba mucho en el maestro Nicolao y en si no llegaría a ser en breve como el maestro<br />
fuera, aplicado, honrado y hábil pero sin libertad ni juventud. Un pequeño suceso que le<br />
había ocurrido recientemente le dio mucho que meditar. En uno de sus paseos se topó a<br />
una moza campesina, de nombre Francisca, que le agradó sobremanera, al extremo que se<br />
propuso cautivarla echando para ello mano de todas sus viejas artes de seducción. La<br />
muchacha escuchó con complacencia su charla, rió feliz sus chistes, pero rechazó sus<br />
solicitaciones; y, por vez primera, advirtió él que a una mujer joven le parecía ya viejo. No<br />
volvió junto a ella pero no olvidó lo ocurrido. Francisca tenía razón, era ya otro hombre, lo<br />
sentía él mismo; y ello no por causa de aquellas canas prematuras y de aquellas patas de<br />
gallo, sino por algo más que había en su ser, en su ánimo; se encontraba viejo, encontraba<br />
que ahora tenía un inquietante parecido con el maestro Nicolao. Observábase a sí mismo<br />
con enojo y se encogía de hombros; se había convertido en un hombre sin libertad y<br />
sedentario, ya no era un águila ni una liebre sino un animal doméstico. Cuando vagaba por<br />
los campos, más que un nuevo peregrinar y una nueva libertad lo que buscaba era el aroma<br />
del pasado, el recuerdo de sus andanzas de antaño, que husmeaba anhelante y desconfiado<br />
como un perro un rastro perdido. Y luego de haber pasado uno o dos días al aire libre, y<br />
holgarse y gandulear una miaja, una fuerza irresistible tiraba de él hacia el convento, le<br />
remordía la conciencia, se imaginaba el taller esperando por él, se sentía responsable del<br />
altar ya comenzado, de la madera ya preparada, del ayudante Erico. Ya no era libre, ya<br />
había dejado de ser joven. Hizo el firme propósito de emprender un viaje y retornar a la<br />
vida errante en cuanto estuviera terminada la Lidia-María. No era conveniente vivir tanto<br />
tiempo en un convento y entre hombres solos. Eso podía ser bueno para frailes pero no<br />
para él. Con los hombres era posible tener pláticas amenas e ilustradas, aparte que sabían<br />
apreciar el trabajo de un artista; pero lo demás, el parloteo, la ternura, ei juego, el amor, el<br />
sentirse a gusto sin pensamientos importunos, nada de eso florece entre los hombres; para<br />
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