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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

maestro. Cuando se aproximaba, habíanle ya llegado algunas noticias de la ciudad<br />

episcopal; sabía que también la había visitado la peste y que ésta quizás aún no se había<br />

ido; habláronle de disturbios y levantamientos populares y de que el emperador hubo de<br />

enviar un delegado para restablecer el orden, dictar leyes de excepción y proteger las vidas<br />

y haciendas de los vecinos. Pues el obispo había abandonado la ciudad apenas se declaró la<br />

epidemia, y ahora moraba lejos, en uno de sus castillos, en pleno campo. El viajero no<br />

prestó mayor atención a estas noticias. ¡Con tal que siguiesen en pie la ciudad y los talleres<br />

donde quería trabajar! Todo lo demás carecía para él de importancia. Cuando llegó, supo<br />

que la peste había terminado, se esperaba la vuelta del obispo y la gente estaba contenta<br />

ante la próxima partida del delegado y el retorno de la acostumbrada vida pacífica.<br />

Al ver de nuevo la ciudad, <strong>Goldmundo</strong> notó que le recorría el corazón una oleada, antes<br />

jamás sentida, en que se confundían la emoción del retorno y una ternura hogareña, y, para<br />

dominarse, contrajo el rostro en una expresión desusadamente severa. ¡Ah, todo seguía allí,<br />

como ayer, el portón, las hermosas fuentes, la vieja y maciza torre de la catedral y la otra<br />

nueva y esbelta de la iglesia de Santa María, el claro carillón de San Lorenzo, la espaciosa y<br />

espléndida plaza del mercado! ¡Qué bien que todas estas cosas le hubiesen esperado! ¿No<br />

había soñado cierta vez, por el camino, que llegaba aquí y que todo lo encontraba extraño y<br />

cambiado, en parte destruido y en escombros, en parte desfigurado con nuevas<br />

construcciones y detalles extravagantes y desplacientes? Poco faltó para que soltase las<br />

lágrimas mientras marchaba por las callejas, reconociendo casa tras casa. ¿No eran, al<br />

cabo, dignos de envidia los sedentarios, con sus casas lindas y seguras, con su sentimiento<br />

confortador y tonificante de tener un hogar, de estar en casa propia, en la vivienda o el<br />

taller, rodeados de sus familias, de criados y vecinos?<br />

Era por la tardecita. En el lado del sol, las casas, las enseñas de posadas y obradores, los<br />

tiestos de flores, aparecían cálidamente iluminados; nada recordaba que en esta ciudad<br />

también había imperado la muerte furiosa y el pánico desatentado de los hombres. Bajo los<br />

sonoros arcos del puente, pasaba, fresco, verde claro y azul claro, el río transparente.<br />

<strong>Goldmundo</strong> se sentó en el pretil del malecón; abajo, en el verde cristal, los peces oscuros,<br />

vagos, seguían deslizándose o bien permanecían inmóviles, vueltos los hocicos hacia la<br />

corriente; continuaban brillando en la penumbra de lo hondo, aquí y allá, aquellas lumbres<br />

de oro tan prometedoras y propicias al ensueño. Esto también lo había en otras aguas, y<br />

también otros puentes y ciudades eran hermosos de mirar, y, sin embargo, le parecía que,<br />

desde mucho tiempo, no había visto nada igual ni había experimentado una sensación<br />

semejante.<br />

Pasaron riendo dos mozos de matadero que conducían una ternera; cambiaron miradas y<br />

bromas con una muchacha que allá arriba retiraba de una enramada piezas de ropa blanca.<br />

¡Con qué rapidez había pasado todo! Ayer ardían las hogueras de la peste y mandaban<br />

como amos los horribles sayones de los hospitales, y ahora tornaba a bullir la vida y la<br />

gente se reía y bromeaba; y a él le sucedía lo mismo, pues estaba encantado de volver a<br />

encontrarse en la ciudad y se sentía reconocido y hasta le resultaban simpáticos los<br />

sedentarios, como si no hubiese habido miseria ni muerte, ni hubiese existido Lena ni<br />

ninguna princesa judía. Sonriendo, se puso de pie y siguió adelante, y solamente cuando se<br />

aproximó a la calle del maestro Nicolao y tornó a recorrer el camino que tiempo atrás,<br />

durante años, había hecho diariamente rumbo a su trabajo, empezó a oprimírsele y<br />

desasosegársele el corazón. Apretó el paso, quería estar aquel mismo día en casa del<br />

maestro y tener noticias, la cosa no admitía demora, le hubiese parecido inadmisible<br />

esperar a mañana. ¿Le guardaría aún rencor? Había transcurrido mucho tiempo, de seguro<br />

que aquello ya estaba olvidado; y si así no fuese, él se encargaría de arreglarlo. Con tal que<br />

el maestro continuara allí, él y el taller, no había por qué inquietarse. De prisa, como si<br />

temiese perder algo en el último instante, avanzó hacia la casa que tan bien conocía; y<br />

apenas llegó, echó mano al picaporte y se quedó sobremanera alarmado al notar la puerta<br />

cerrada. ¿Tendría aquello un funesto sentido? En otro tiempo, jamás se cerraba aquella<br />

puerta durante el día. Dejó caer con estrépito la aldaba y esperó. Un gran temor invadió, de<br />

pronto, su corazón.<br />

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