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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

Y se lo regaló.<br />

Con el dibujar se había liberado y descargado de aquella sensación de pesadumbre,<br />

congestión y repleción de su alma. Mientras estuvo dibujando, perdió la noción del lugar en<br />

que se hallaba, su mundo se redujo a la mesa, el albo papel y, por la noche, la vela. Ahora<br />

se despertó, recordó sus primeras experiencias, vio que ante sí se abría, ineludible, una<br />

nueva peregrinación y se puso a vagar por la ciudad, con una sensación en el alma<br />

extrañamente compleja, a medias de retorno, a medias de despedida.<br />

En uno de esos paseos encontró a una mujer cuya aparición dio a sus desordenados<br />

pensamientos un nuevo centro. Iba a caballo, era alta de estatura, tenía el pelo rubio claro,<br />

los ojos azules curiosos y un poco fríos, el cuerpo sólido y erguido y un rostro floreciente<br />

lleno de afán de goce y de poder, lleno de arrogancia y de sensualidad husmeadora.<br />

Manteníase sobre su caballo castaño con aire un tanto dominador y orgulloso; veíase que<br />

estaba acostumbrada a mandar, aunque no parecía reservada ni despreciativa, pues bajo<br />

aquellos ojos algo fríos las temblorosas aletas de la nariz estaban abiertas a todos los olores<br />

del mundo y la boca grande y mórbida parecía capaz en alto grado extremo de tomar y de<br />

dar. Al verla, se despertó por entero y sintió el deseo de enfrentarse con aquella mujer<br />

altiva. El conquistarla le parecía un noble objetivo; no hubiese estimado mala muerte el<br />

romperse la crisma en ese empeño. Percibió en seguida que aquella blonda leona era como<br />

él, rica en sensualidad y en alma, accesible a todas las tormentas, a la vez violenta y tierna,<br />

conocedora de las pasiones por un saber heredado y atávico que llevaba en la sangre.<br />

Pasó en su caballo y él la siguió con la mirada; entre el ondulado cabello rubio y el cuello de<br />

terciopelo azul veía alzarse su firme nuca, recia y altiva y, no obstante, envuelta en delicada<br />

piel infantil. Antojábasele que era la más bella mujer que jamás viera. Ansiaba ceñir con su<br />

mano aquella nuca y arrancar a aquellos ojos su misterio azul y frío. No le resultó difícil<br />

descubrir de quién se trataba. Pronto supo que vivía en el palacio y que era Inés, la amante<br />

del gobernador; la noticia no le causó el menor asombro, hubiese podido ser la propia<br />

emperatriz. Se detuvo junto al pilón de una fuente y se miró al espejo del agua. Su imagen<br />

mostraba notoria hermandad con la de la dama rubia aunque era descuidada y silvestre. Sin<br />

demora, fue en busca de un barbero conocido suyo y consiguió persuadirlo con buenas<br />

palabras de que le cortara el cabello y la barba y lo peinara y acicalara.<br />

Dos días duró el acoso. Cuando Inés salió del palacio el rubio forastero estaba en la puerta y<br />

le miró a los ojos maravillado. Cuando cabalgaba por el baluarte surgió de pronto de entre<br />

los álamos. Y cuando fue junto al orfebre, al abandonar el taller volvió a encontrárselo. Lo<br />

fulminó rápidamente con sus ojos dominadores al tiempo que le temblaban levemente las<br />

aletas de la nariz. A la mañana siguiente, habiéndolo vuelto a hallar ya en su primer paseo<br />

a caballo, le sonrió provocativa. <strong>Goldmundo</strong> vio también al gobernador, tratábase de un<br />

hombre gallardo y arriscado, no era para tomar a broma, pero tenía ya el cabello entrecano<br />

y su cara reflejaba preocupaciones; <strong>Goldmundo</strong> se sentía superior a él.<br />

Aquellos dos días lo llenaron de felicidad, estaba radiante por el recobro de su juventud. Era<br />

hermoso mostrarse a esta mujer y ofrecerle combate. Era hermoso perder la libertad por<br />

esta bella dama. Era hermosa y emocionante la sensación de jugarse la vida en este lance.<br />

En la mañana del tercer día, Inés salió cabalgando por la puerta del palacio acompañada de<br />

un criado que iba también a caballo. Sus ojos, ganosos de pelea y un poco inquietos,<br />

buscaron en seguida al perseguidor. En efecto, ya estaba allí. Despidió al criado dándole un<br />

encargo, y siguió adelante lentamente, descendió muy despacio hasta la puerta del puente,<br />

la traspuso y cruzó el puente. Sólo una vez miró hacia atrás. Y vio que el forastero la<br />

seguía. Lo aguardó al borde del camino del santuario de San Vito que, en aquel tiempo,<br />

quedaba muy apartado. Hubo de esperar cosa de media hora porque el extranjero<br />

marchaba despacio, no quería llegar desalentado. Se acercaba fresco y sonriente, llevando<br />

en la boca una ramita de agavanzo con una flor rosada. Ella había descabalgado y había<br />

atado el caballo, y apoyada en la hiedra que cubría el recto muro de contención,<br />

contemplaba a su perseguidor. Éste, cuando estuvo frente a ella, se detuvo y se quitó el<br />

gorro.<br />

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