Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong> —No —le respondió—, quiero contártelo. Antes me hubiese dado vergüenza decírtelo. Te reirás. Pues bien: cuando monté en mi rocín y me alejé de aquí, no lo hice enteramente sin un objetivo. Había llegado a mis oídos el rumor de que el conde Enrique volvía a en- contrarse en esta tierra y que su amante, la Inés, lo acompañaba. A ti esto te parecerá sin importancia y lo mismo me parece hoy a mí. Pero, en aquella ocasión, la noticia me abrasó el alma y sólo pensaba en Inés; era la mujer más hermosa que yo había conocido, y quería volverla a ver y ser feliz una vez más con ella. Seguí caminando y caminando, y al cabo de una semana di con ella. Y en aquel punto y hora se produjo en mí la transformación. Encontré, pues, a la Inés, la que por cierto no había perdido nada de su belleza; la encontré y encontré oportunidad para presentarme a ella y hablarle. Y asombrare, <strong>Narciso</strong>: ¡no quiso saber más de mí! Le parecí viejo, y ya no lo bastante gallardo y divertido, ya no esperaba nada de mí. Mi viaje, en realidad, debía terminar allí, pero proseguí, no quería retornar junto a vosotros tan lleno de desilusión y de ridículo, y, a medida que cabalgaba, las fuerzas y la juventud y el tino me abandonaron del todo, pues vine a caer con mi caballo por un barranco y a dar en un arroyo y me rompí las costillas y me quedé tumbado en el agua. Y entonces conocí por vez primera verdaderos dolores. En cuanto me caí, noté que en mi pecho se quebraba algo, y aquel quebrarse me produjo satisfacción, lo escuché con agrado, me hizo sentirme contento. Yacía tendido en el agua y veía que iba a morir, pero todo era enteramente distinto de cuando estuve en la cárcel. Ya no me resistía, la muerte no me parecía ya mala. Sentía estos recios dolores que desde entonces no me abandonaron y tuve un sueño o una visión, como quieras llamarlo. Yacía tendido, y el pecho me ardía de dolor y yo me defendía y gritaba; mas, en aquel punto, oí una voz, que se reía... era una voz que no había vuelto a oír desde mi infancia. Era la voz de mi madre, una grave voz de mujer llena de sensualidad y amor. Y entonces vi que era ella, que la Madre estaba a mi lado y me tenía en su regazo y que me había abierto el pecho y metido en él hondamente sus dedos, entre las costillas, para arrancarme el corazón. Y cuando lo vi y lo comprendí, ya no sentí más dolor. Y también ahora, cuando me vuelven esos dolores, no son dolores, no son enemigos; son los dedos de la Madre que me sacan el corazón. En eso muestra gran diligencia. A veces aprieta y gime como en el deleite carnal. A veces se ríe y murmura tiernos sonidos. A veces no está junto a mí sino arriba, en el cielo, y entre las nubes veo su rostro, grande como una nube, y está suspendida y se sonríe tristemente y su triste sonrisa me sorbe y me extrae el corazón del pecho. Una y otra vez tornaba a hablar de ella, de la Madre. —¿Te acuerdas? —le dijo uno de los últimos días—. Un tiempo, había llegado a olvidarme de mi madre, y tú la volviste a evocar. También sentí entonces gran dolor, como si bocas animales me devorasen las tripas. A la sazón éramos aún muchachos, lindos jovenzuelos por cierto. Mas ya en aquellos días me había llamado la Madre y yo tuve que seguirla. Está en todas partes. Era la gitana Elisa, era la hermosa Virgen del maestro Nicolao, era la vida, el amor, la carnalidad, y era también el miedo, el hambre, el instinto. Ahora es la muerte, tiene los dedos metidos en mi pecho. —No hables tanto, querido —le pidió <strong>Narciso</strong>—. Mañana proseguirás. <strong>Goldmundo</strong> le miró a los ojos sonriendo con aquella nueva sonrisa que había traído de su viaje, de expresión tan doliente, que a veces parecía un poco estúpida y, a veces, llena de bondad y sabiduría. —No, amigo mío —susurró—, no puedo aguardar a mañana. Debo despedirme de ti, y, por despedida, debo decírtelo todo. Escúchame un momento. Quería hablarte de la Madre y decirte que sus dedos me ciñen el corazón. Desde hace varios años, ha sido el más caro y misterioso de mis sueños hacer una efigie de la Madre; era para mí la más santa de todas las imágenes, la llevaba constantemente en mis adentros, era una visión llena de amor y de misterio. Hasta hace poco me hubiese sido insufridera la idea de que yo pudiese morir sin haber labrado su figura; me hubiese parecido inútil mi vida entera. Y ahora, por modo extraño y desconcertante, en vez de ser mis manos las que le den forma y configuración, es ella la que me forma y configura. Me agarra el corazón y se lo lleva y me deja vacío, me ha Página 144 de 145
Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong> arrastrado a la muerte y conmigo muere también mi sueño, la bella figura, la imagen de la gran Madre-Eva. Aún la veo, y si tuviera fuerza en las manos sería capaz de esculpirla. Pero ella no lo quiere, no quiere que yo revele su misterio. Prefiere que muera. Y muero de buen grado, ella endulza mi trance. <strong>Narciso</strong> escuchaba con asombro estas palabras; hubo de inclinarse profundamente sobre el rostro del amigo para poder entender lo que decía. Algunas cosas las oyó de manera confusa, otras las oyó con claridad pero no acertó a descubrir su sentido. El enfermo tornó a abrir los ojos y permaneció, durante largo rato, mirando al amigo en el semblante. Con los ojos se despidió de él. Y haciendo un movimiento, como si quisiera mover la cabeza, murmuró: —¿Cómo podrás morirte un día, <strong>Narciso</strong>, si no tienes Madre? Sin Madre no es posible amar. Sin Madre no es posible morir. Lo que luego susurró fue ya incomprensible. Los dos últimos días, <strong>Narciso</strong> no se apartó un momento de su cabecera, ni de día ni de noche. Observaba cómo se iba extinguiendo aquella vida. Las últimas palabras de <strong>Goldmundo</strong> le abrasaban como fuego en el corazón. Página 145 de 145