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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

como abad. Su sucesor fue el padre Martín, antaño nuestro regente de estudios; murió el<br />

año pasado cuando aún no había cumplido los setenta. Y el padre Anselmo tampoco vive. Te<br />

quería mucho y hablaba a menudo de ti. En los últimos tiempos, no podía caminar, y el<br />

permanecer tendido era para él un gran tormento; murió de hidropesía. En fin: también la<br />

peste anduvo entre nosotros, murieron muchos. ¡No hablemos de eso! ¿Tienes algo más<br />

qué preguntar?<br />

—Sin duda, muchas cosas más. Ante todo: ¿por qué viniste a la capital del obispado y a ver<br />

al gobernador?<br />

—Es una larga historia, y, para ti, aburrida: cosas de política. El conde es un favorito del<br />

emperador y, en algunas cuestiones, su delegado, y en la actualidad hay entre el<br />

emperador y nuestra orden varios asuntos pendientes que es menester arreglar. La orden<br />

me ha enviado al frente de una comisión para negociar con el conde. Los resultados fueron<br />

mezquinos.<br />

Se calló y <strong>Goldmundo</strong> no preguntó más. No necesitaba saber que anoche, al pedir <strong>Narciso</strong> al<br />

conde por la vida de su amigo, había tenido que pagar la merced solicitada con algunas<br />

concesiones. Cabalgaban; <strong>Goldmundo</strong> pronto sintió fatiga, costábale trabajo sostenerse en<br />

la silla.<br />

Al cabo de un largo rato, <strong>Narciso</strong> preguntó:<br />

—¿Es verdad que se te detuvo por robo? El conde afirmó que te habías introducido en el<br />

palacio y en los aposentos interiores con intención de robar.<br />

<strong>Goldmundo</strong> se echó a reír.<br />

—Las apariencias me condenaban como ladrón. Mas la verdad es que tenía una cita con la<br />

querida del conde; y sin duda que él llegó a enterarse. Me asombra que me haya dejado<br />

marchar.<br />

—Sea como fuere, se dejó convencer.<br />

No pudieron cumplir la jornada que habían planeado pues <strong>Goldmundo</strong> estaba agotado y sus<br />

manos no podían ya sostener las riendas. Hicieron alto en una aldea y en ella buscaron<br />

alojamiento; <strong>Goldmundo</strong> fue llevado al lecho y tuvo algo de fiebre y siguió acostado todo el<br />

día siguiente. Mas al otro día volvió a encontrarse en condiciones de seguir viaje. Y cuando,<br />

poco después, se le sanaron las manos del todo, el viaje a caballo comenzó a depararle gran<br />

goce. ¡Cuánto tiempo hacía que no cabalgaba! Sentíase como renacido, joven y lleno de<br />

vida; algunos trechos del camino los corría en competencia con el palafrenero y, en<br />

momentos de expansión, importunaba a su amigo con numerosas preguntas impacientes.<br />

<strong>Narciso</strong> respondía a ellas resignado y, a la vez, complacido; volvía a sentirse fascinado por<br />

<strong>Goldmundo</strong>, le agradaban sus vehementes e infantiles preguntas que reflejaban una<br />

ilimitada confianza en el espíritu e inteligencia del amigo.<br />

—Oye, <strong>Narciso</strong>: ¿habéis quemado judíos también vosotros?<br />

—¡Cómo! ¿Quemar judíos? Entre nosotros no hay judíos.<br />

—Es verdad. Pero díme: ¿serías tú capaz de quemar judíos?, ¿crees posible que tal cosa<br />

sucediera?<br />

—En modo alguno. ¿Por qué había de hacerlo? ¿Acaso me tienes por un fanático?<br />

—¡Entiéndeme, <strong>Narciso</strong>! Lo que te quiero decir es esto: ¿Puedes admitir que, en algún caso<br />

especial, llegaras a dictar la orden de matar a los judíos o dar a ella tu asentimiento? Tú<br />

sabes bien que muchos duques, burgomaestres y obispos han dado órdenes de esa clase.<br />

—Jamás daría una orden semejante. Pero, en cambio, está dentro de lo posible que me<br />

viera obligado a presenciar y soportar tales actos de crueldad.<br />

—Es decir que los soportarías?<br />

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