Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres
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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />
Pero antes, querido, no debemos separarnos, fíjate bien. Necesitaremos el uno del otro. Y<br />
ahora cierra el pico que no quiero oír nada; me voy al establo a ver si encuentro un cubo<br />
para que, por fin, podamos ordeñar la vaca.<br />
Así lo convinieron; y de allí en adelante, fue <strong>Goldmundo</strong> el que mandó y Roberto el que<br />
obedeció; y a los dos les fue bien. Roberto no hizo ningún nuevo intento de huir. Dijo tan<br />
sólo en tono conciliador:<br />
—Un instante tuve miedo de ti. No me gustó nada la expresión que traías en la cara cuando<br />
saliste de la casa de los muertos. Creí que habías cogido la peste. Pero, aunque no fuera por<br />
la peste, la verdad es que tu cara se había transformado. ¿Era tan terrible lo que viste allá<br />
dentro?<br />
—No era terrible —dijo <strong>Goldmundo</strong> pausadamente—. No vi otra cosa sino lo que nos espera<br />
a ti y a mí aunque no nos ataque la peste.<br />
Al proseguir camino, no tardaron en toparse por dondequiera con la muerte negra que<br />
reinaba en el país. En algunas aldeas no se permitía la entrada de forasteros, y en otras<br />
podían caminar libremente por las callejas. Muchas alquerías estaban abandonadas y<br />
muchos muertos insepultos se pudrían en medio del campo y en las habitaciones. Las vacas<br />
mugían hambrientas y sin ordeñar en los establos, o bien el ganado corría suelto por la<br />
campiña. Los dos vagabundos ordeñaron y dieron de comer a algunas vacas y cabras,<br />
mataron y asaron varios cabritos y lechoncillos, y bebieron vino y mosto de diversas<br />
bodegas sin dueño. Dábanse buena vida, reinaba la abundancia. Pero sólo la disfrutaban a<br />
medias. Roberto vivía en constante temor de la epidemia y la vista de los cadáveres le<br />
producía náuseas y a menudo le sobrecogía de espanto; a cada paso se figuraba haber<br />
contraído la infección, exponía largos ratos la cabeza y las manos al humo de hogueras, por<br />
estimarlo saludable, e incluso se palpaba entre sueños el cuerpo para comprobar si no le<br />
habrían aparecido ya las bubas en las piernas, los brazos o las axilas.<br />
<strong>Goldmundo</strong> le regañaba unas veces, y otras se burlaba de él. No revelaba su temor ni<br />
tampoco su repugnancia; marchaba, tenso y sombrío, a través de aquella tierra de muertos,<br />
tremendamente atraído por el espectáculo del inmenso fenecer, llena el alma de aquel<br />
inmenso otoño, oprimido el corazón por el cantar de la guadaña segadora. De cuando en<br />
cuando, tornaba a aparecérsele la imagen de la Madre eterna, un pálido rostro gigantesco<br />
con ojos de Medusa y una grave sonrisa llena de dolor y de muerte.<br />
Cierta vez llegaron a una pequeña ciudad; estaba bien fortificada; de la puerta arrancaba, a<br />
la altura de una casa, un adarve que daba la vuelta a toda la muralla,<br />
pero ni en lo alto ni en la puerta, que estaba abierta, se veía guardia alguna. Roberto no<br />
quiso entrar e instó a su camarada a que tampoco lo hiciera. En aquel punto, oyeron el<br />
tañer de una campana y salió por la puerta un sacerdote con una cruz en la mano, y en pos<br />
de él tres carros, dos tirados por caballos y el otro por una pareja de bueyes, llenos hasta<br />
los topes de cadáveres. Algunos criados cubiertos de extraños capotes, los rostros ocultos<br />
bajo las caperuzas, caminaban al lado aguijando a los animales.<br />
Roberto se alejó, pálido como la cera. <strong>Goldmundo</strong> siguió a corta distancia los carros de los<br />
muertos, los cuales, apenas hubieron recorrido unos cientos de pasos, se detuvieron. No<br />
había en aquel lugar cementerio alguno sino sólo, en medio de la desierta campiña, un hoyo<br />
de no más de tres azadazos de profundidad pero grande como un salón. <strong>Goldmundo</strong> vio<br />
cómo los criados con palos y chuzos sacaban de los carros a los cadáveres y los echaban en<br />
la fosa y cómo el clérigo movía sobre ella la cruz mascullando rezos y luego se iba, y cómo<br />
los criados encendían un gran fuego en torno al ancho hoyo y retornaban silenciosos a la<br />
ciudad sin que nadie se cuidara de llenar de tierra aquella tumba. Miró hacia abajo, habría<br />
cincuenta cadáveres o más, unos encima de otros, muchos desnudos. Aquí y allá alzábanse,<br />
del confuso montón, rígidos y lastimosos, un brazo o una pierna; una camisa flotaba<br />
débilmente al viento.<br />
Al regresar, Roberto le pidió casi de rodillas que partieran de aquel lugar a toda prisa. Su<br />
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