Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres
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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />
golpe, todo tornaba a estar allí: se acordaba, su mente se había iluminado. ¡Oh madre,<br />
madre! Montañas de escombros, océanos de olvido se habían alejado, se habían<br />
desvanecido; la desaparecida volvía a mirarle con ojos zarcos, divinos, la inmensamente<br />
amada.<br />
El padre Anselmo, que se había dormido en el sillón al lado de la cama, se despertó. Oía al<br />
enfermo moverse, lo oía respirar. Se levantó cautelosamente.<br />
—¿Quién anda ahí? —inquirió <strong>Goldmundo</strong>.<br />
—No te inquietes, soy yo. Voy a hacer luz.<br />
Encendió la lámpara y el resplandor cayó sobre su rostro arrugado y bondadoso.<br />
—¿Acaso estoy enfermo? —preguntó el joven.<br />
—Sufriste un desmayo, hijo mío. Dame la mano que voy a examinarte el pulso. ¿Cómo te<br />
sientes?<br />
—Bien. Gracias, padre Anselmo. Sois muy bueno. Me encuentro bien. Sólo un poco cansado.<br />
—Naturalmente que has de estarlo. Pronto volverás a dormirte. Antes, tomarás un sorbo de<br />
vino caliente, ya está preparado. Beberemos juntos una copa, como buenos camaradas.<br />
Habíase cuidado de tener a punto una jarrita de vino de enfermo metida en un recipiente<br />
con agua caliente.<br />
—Los dos hemos dormido un buen rato —dijo, riéndose, el médico—. Bravo enfermero,<br />
dirás tú, que no es capaz de permanecer en vela. ¿Qué quieres?, somos hombres. Y ahora,<br />
mozuelo, echémonos al coleto un traguillo de este mágico filtro, que no hay nada rnejor que<br />
estas pequeñas y reservadas libaciones nocturnas. Asi, pues, ¡a tu salud!<br />
<strong>Goldmundo</strong> soltó la risa, chocó la copa y probó. El vino caliente estaba aromatizado con<br />
canela y clavo, y endulzado con azúcar; jamás había bebido vino como aquél. Recordó<br />
haber estado enfermo otra vez y que, en aquella ocasión, lo había atendido <strong>Narciso</strong>. Ahora<br />
era el padre Anselmo, y en verdad que lo trataba con sumo cariño. Mucho le placía, le<br />
resultaba altamente grato y singular estar allí tendido, al fulgor de la pequeña lámpara, y,<br />
en medio de la noche, beber una copa de dulce vino caliente con el viejo padre.<br />
—¿Te duele el vientre? —le preguntó el anciano.<br />
—No.<br />
—Creí que pudieras haber tenido un cólico, <strong>Goldmundo</strong>. No se trata, pues, de eso. Enseña la<br />
lengua. Vuestro padre Anselmo, una vez más, se ha quedado a oscuras. Mañana seguirás<br />
tranquilamente en cama; yo vendré luego y te examinaré. ¿Has terminado ya con el vino?<br />
Muy bien; que te aproveche. Vamos a ver si queda algo. Aún llega para que nos tomemos<br />
media copa más cada uno, si lo repartimos honradamente... ¡Vaya, vaya! ¡Menudo susto<br />
nos has dado, <strong>Goldmundo</strong>! Estabas tirado en el claustro que parecías una criatura muerta.<br />
¿De verdad no te duele el vientre?<br />
Se echaron a reír y compartieron honradamente el resto del vino de enfermo; el padre hacía<br />
bromas y <strong>Goldmundo</strong> le miraba, agradecido y regocijado, con ojos que habían recobrado su<br />
transparencia. Luego, el viejo se fue a acostar.<br />
<strong>Goldmundo</strong> permaneció todavía despierto un rato; las imágenes tornaron a surgir<br />
lentamente de su interior, volvieron a llamear las palabras del amigo y de nuevo apareció<br />
en su alma aquella mujer rubia y resplandeciente, la madre; su imagen cruzaba a través de<br />
él como un cálido vientecillo, como una nube de vida, de calor, de ternura y de íntima<br />
admonición. ¡Oh madre! ¡Cómo había podido olvidarla!<br />
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