Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres
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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />
oír las últimas se puso pálido y cerró los ojos; y como <strong>Narciso</strong> lo advirtiera y, alarmado,<br />
inquiriera la causa, respondió, blanco como un muerto, con la voz apagada:<br />
—Ya me aconteció una vez que delante de ti perdiera el dominio de mí mismo y me echara<br />
a llorar... tú lo recuerdas. Eso no puede repetirse, nunca me lo perdonaría... ¡y a ti<br />
tampoco! Márchate en seguida y déjame solo; me has dicho palabras terribles.<br />
<strong>Narciso</strong> se hallaba sumamente perplejo. Estaba entusiasmado de sus propias palabras, tenía<br />
la sensación de haberse expresado mejor que en ninguna otra ocasión. Y veía consternado<br />
que algunas de esas palabras habían impresionado hondamente al amigo, que había herido<br />
alguna cuerda sensible. Resultábale penoso dejarlo solo en aquel instante y se demoró unos<br />
segundos; mas el ceño de <strong>Goldmundo</strong> lo disuadió y se alejó de allí desconcertado para que<br />
el amigo pudiera tener la soledad que necesitaba.<br />
Esta vez la tensión que embargaba el alma de <strong>Goldmundo</strong> no se resolvió en lágrimas.<br />
Permanecía inmóvil, con una sensación de haber sufrido profunda e irremediable herida,<br />
como si su amigo le hubiese hincado un puñal en medio del pecho, respirando<br />
dificultosamente, con el corazón mortalmente apretado, el rostro pálido como la cera, las<br />
manos paralizadas. Era la misma congoja de aquel día aunque más fuerte; era el mismo<br />
ahogo interior, la misma sensación de tener que afrontar algo terrible, algo enteramente<br />
insoportable. Pero en esta ocasión ningún sollozo salvador le ayudó a vencer su congoja.<br />
Santa Madre de Dios, ¿qué era esto? ¿Qué había acontecido? ¿Acaso lo habían asesinado?<br />
¿O había él dado muerte a alguien? ¿Qué cosa terrible se había dicho?<br />
Expelía el aliento jadeando; y, como un envenenado, experimentaba la angustiosa<br />
sensación de que tenía que liberarse de algo mortal que se escondía en sus entrañas. Con<br />
movimientos de un nadador salió precipitadamente del cuarto, enderezó inconscientemente<br />
hacia los lugares más silenciosos y desiertos del convento, atravesó corredores y escaleras<br />
y, al cabo, se encontró al aire libre. Había venido a dar al más recogido refugio del<br />
convento, al claustro en el que el cielo, inundado de sol, resplandecía sobre los verdes<br />
arriates y el aroma de las rosas se difundía en delicados hilos temblorosos a través de aquel<br />
aire fresco confinado en piedra trasudada.<br />
Sin sospecharlo, <strong>Narciso</strong> había hecho en aquella ocasión lo que desde hacía tiempo<br />
constituía su anhelado objetivo: había invocado por su nombre al demonio que poseía a su<br />
amigo, se había enfrentado con él. Alguna de sus palabras había rozado el secreto que yacía<br />
en el corazón de <strong>Goldmundo</strong> y ese secreto sé había encabritado en furioso dolor. <strong>Narciso</strong><br />
vagó largo rato por el convento en busca del amigo, pero no lo encontró en parte alguna.<br />
Estaba <strong>Goldmundo</strong> debajo de uno de los sólidos arcos de piedra que comunicaban los<br />
corredores con el jardincillo claustral. De lo alto de cada una de las columnas que sostenían<br />
el arco le miraban con ojos espantados tres cabezas de animales, tres pétreas cabezas de<br />
perros o lobos. La herida le dolía horriblemente y no distinguía camino hacia la luz, hacia la<br />
razón. Una angustia mortal le apretaba el caello y el estómago. Y como maquinalmente<br />
volviera hacia- arriba la vista, paró su atención en uno de los capiteles, y, de pronto, tuvo la<br />
sensación de que aquellas tres feroces cabezas estaban dentro de sus entrañas, con los ojos<br />
desorbitados y ladrando.<br />
"Voy a morirme en seguida", pensó horrorizado, Y luego, temblando de pavor, se dijo:<br />
"Perderé la razón, me devorarán estas fauces horrendas."<br />
Y con una brusca contracción se desplomó al pie de la columna. El dolor era excesivo, había<br />
llegado al límite. Un desvanecimiento lo envolvió con su velo; y con el rostro hundido,<br />
desapareció en una ansiada anulación del ser.<br />
El abad Daniel no había tenido un día muy placentero. Dos monjes viejos se le habían<br />
presentado todo excitados, regañando y acusándose, reñidos otra vez por causa de antiguas<br />
y mezquinas envidias. Los escuchó con paciencia, los amonestó aunque en vano, finalmente<br />
los despidió con dureza, imponiéndoles a los dos una pena bastante severa, y se quedó con<br />
la impresión de que su determinación resultaría inútil. Deprimido, buscó refugio en la cripta,<br />
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