Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres
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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />
pueril que le granjeara la simpatía de tantos. Habíase convertido en<br />
un hombre hermoso y vigoroso, muy solicitado de las mujeres y poco querido de los<br />
hombres. También su ánimo, su faz interior, se había cambiado mucho desde que <strong>Narciso</strong> lo<br />
despertara del dulce sueño de sus años del convento, desde que el mundo y el peregrinar lo<br />
baquetearan. Aquel escolar bello, apacible, querido de todos, piadoso y servicial se había<br />
convertido en un individuo enteramente distinto. <strong>Narciso</strong> lo había despertado, las mujeres le<br />
habían enseñado muchas cosas, la vida andariega le había hecho perder el bozo. No tenía<br />
amigos, su corazón pertenecía a las mujeres. Éstas podían ganárselo con facilidad, bastaba<br />
una mirada anhelante. Costábale trabajo resistirse a una mujer, respondía a la más ligera<br />
solicitación. Y aun cuando tenía una delicada sensibilidad para la belleza y prefería a las<br />
jovenallas con el vello suave de su primavera, dejábase también conmover y seducir por<br />
mujeres poco hermosas y ya no jóvenes. En los bailes, pegábase a veces a alguna<br />
muchacha entrada en años y descorazonada, que se lo ganaba por el camino de la<br />
compasión, y no sólo de la compasión sino también de una curiosidad siempre alerta. En<br />
cuanto comenzaba a entregarse a una mujer —ora durase eso varias semanas o sólo<br />
algunas horas—, para él era una beldad y se daba a ella por entero. Y la experiencia le<br />
enseñó que toda mujer era hermosa y podía hacer a uno feliz, que las insignificantes y<br />
desdeñadas de los hombres eran capaces de un ardor y una devoción inauditos y las ya<br />
mustias de una ternura más que maternal y tristemente dulce, y que toda mujer tenía su<br />
secreto y su encanto, cuyo descubrimiento deparaba dicha. En eso todas las mujeres eran<br />
iguales. Toda mengua en belleza o juventud veíase compensada por algún ademán<br />
característico. Aunque no todas, ciertamente, podían encadenarlo por un tiempo igualmente<br />
largo. En modo alguno era con la joven y hermosa más amable y atento que con la fea,<br />
porque nunca amaba a medias. Pero había mujeres que lo ataban más al cabo de tres o de<br />
diez noches de amor, en tanto que otras quedaban agotadas y olvidadas tras la primera<br />
vez.<br />
En su opinión, el amor y el goce carnal eran lo único que podía dar calor y valor a la vida.<br />
Desconocía la ambición y para él era lo mismo ser obispo que mendigo; el lucro y la<br />
posesión de bienes no le atraían, los despreciaba, no hubiese hecho por ellos el menor<br />
sacrificio y despilfarraba sin cuidado el dinero que a veces ganaba en abundancia. El amor<br />
de las mujeres y el juego de los sexos estaba, para él, por encima de todo, y su propensión<br />
a la tristeza y al hastío provenía, en el fondo, del conocimiento del carácter huidizo y<br />
transitorio de la carnalidad. El rápido, fugaz, maravilloso encendimiento del deleite<br />
amoroso, su fuego breve y abrasador, su rápido apagarse... todo esto le parecía contener la<br />
raíz de toda experiencia, todo esto se convirtió para él en símbolo de toda la alegría y de<br />
todo el dolor de la vida. Podía entregarse a aquella tristeza y a aquel espanto de la<br />
transitoriedad con el mismo fervor que al amor, y esa melancolía era también amor, era<br />
también carnalidad. Así como el goce erótico, en el instante de su máxima y más dichosa<br />
tensión, sabe que inmediatamente después se desvanecerá y morirá de nuevo, así también<br />
la íntima soledad y la melancolía sabían que serían tragados súbitamente por el deseo, por<br />
una nueva entrega a la faceta luminosa de la vida. La muerte y la carnalidad eran la misma<br />
cosa. A la Madre de la vida podía llamársela amor o deleite, y también podía llamársela<br />
tumba y pudrición. La Madre era Eva, era la fuente de la felicidad y la fuente de la muerte,<br />
paría eternamente, mataba eternamente; en ella se identificaban el amor y la crueldad y su<br />
figura se fue convirtiendo para él en metáfora y símbolo santo a medida que era mayor el<br />
tiempo que en sí la llevaba.<br />
Sabía, no con palabras y con la conciencia sino con el hondo saber de la sangre, que su<br />
camino conducía a la Madre, a la carnalidad y a la muerte. La faceta paterna de la vida, el<br />
espíritu, la voluntad, no era su hogar. <strong>Narciso</strong> sí se encontraba en ella a gusto; sólo ahora<br />
penetraba y comprendía <strong>Goldmundo</strong> del todo las palabras de su amigo y veía en él su polo<br />
opuesto; y esto también lo encarnaba y hacía visible en su imagen de San Juan. Podía<br />
añorar a <strong>Narciso</strong> hasta las lágrimas, podía verlo en sueños maravillosos... pero alcanzarlo,<br />
ser como él, era imposible.<br />
Con cierto misterioso sentido adivinaba asimismo <strong>Goldmundo</strong> el misterio de su talento<br />
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