Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres
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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />
empezó a suspirar y a tragar saliva penosamente, y, poco a poco, tornó a sosegarse.<br />
<strong>Goldmundo</strong> se levantó, se inclinó sobre su cara, desencajada ya; con amarga curiosidad<br />
seguían sus ojos aquellas líneas que de manera tan lastimosa se torcían y desordenaban<br />
bajo el hálito abrasador de la muerte. Lena querida, clamaba su corazón, mi buena niña<br />
querida, ¿también tú quieres abandonarme? ¿Te has cansado ya de mí?<br />
De buena gana hubiese huido. Caminar, caminar, marchar, respirar el aire puro, fatigarse,<br />
ver nuevas imágenes, eso le hubiese hecho bien, eso tal vez mitigara la honda opresión que<br />
sentía. Pero no podía, era incapaz de abandonar a la pobre niña y dejarla morir sola.<br />
Apenas se atrevía a salir un rato cada dos horas para respirar aire fresco. Como Lena ya no<br />
toleraba la leche, <strong>Goldmundo</strong> la bebía hasta saciarse, no había otro alimento. De cuando en<br />
cuando, sacaba también afuera la cabra para que paciese, bebiese y se moviese un poco.<br />
Luego retornaba a la cabecera de la enferma, le susurraba palabras cariñosas, miraba<br />
imperturbable su faz, observando desconsolado pero atento su agonía. Lena conservaba el<br />
conocimiento, a veces se dormía y, al despertarse, sólo entreabría los ojos, tenía los<br />
párpados cansados y flojos. Allí, en torno a los ojos y a la nariz, mostraba un aspecto de<br />
hora en hora más envejecido; sobre el cuello fresco y mozo aparecía un rostro de abuela<br />
que se marchitaba rápidamente. De tanto en tanto pronunciaba una palabra, decía<br />
"<strong>Goldmundo</strong>" o "querido" y trataba de humedecer con la lengua los labios tumefactos y<br />
azulados. Entonces él le daba un sorbo de agua.<br />
A la noche siguiente murió. Murió sin un quejido; fue sólo una breve contracción, luego se le<br />
detuvo la respiración y un hálito le corrió por la piel; y al ver aquello, <strong>Goldmundo</strong> notó que<br />
el corazón se le puso a latir con violencia, y le vinieron a las mientes los peces moribundos<br />
que tan a menudo había visto con pena en el mercado del pescado: se extinguían<br />
exactamente del mismo modo, con una contracción y un leve y doloroso estremecimiento<br />
que les corría por la piel y que se llevaba consigo el brillo y la vida. Aún estuvo arrodillado<br />
un instante junto a Lena; después salió al aire libre y se sentó sobre los brezos. Acordóse<br />
entonces de la cabra, volvió a la cabaña y sacó de ella al animal, el que, después de<br />
rebuscar un poco, se echó en tierra. <strong>Goldmundo</strong> se tendió a su lado, apoyó la cabeza en su<br />
¡jada y durmió hasta que clareó el día. Entonces entró por última vez en la choza y, tras la<br />
pared de retama tejida, vio por última vez el pobre rostro cadavérico. Le desplacía dejar allí<br />
a la muerta. Trajo unos brazados de leña seca y arbustos marchitos y les puso fuego. De la<br />
cabana no se llevó más que las yescas. Las llamas se alzaron de súbito en la pared de seca<br />
retama. <strong>Goldmundo</strong> contemplaba desde afuera el espectáculo con el rostro encendido por el<br />
fuego, hasta que todo el techo quedó también envuelto en llamas y se desplomaron las<br />
primeras vigas. Soltó la cabra, que saltó aterrada y gimiendo. Hubiese debido matarla, asar<br />
un trozo y comérselo a fin de cobrar fuerzas para la caminata. Pero no fue capaz de<br />
hacerlo; la echó a los campos y se marchó. Hasta el bosque le siguió el humo del incendio.<br />
Jamás había iniciado una jornada con tanto desaliento en el ánimo.<br />
Y, sin embargo, lo que le esperaba era aun peor de lo que se había figurado. La cosa<br />
empezó ya en las primeras caserías y aldeas, y persistió y se fue haciendo más grave<br />
cuanto más avanzaba. Toda la comarca, el país entero estaban bajo una nube de muerte,<br />
bajo un velo de congoja, horror y taciturnidad y lo peor no eran las casas deshabitadas ni<br />
los perros muertos de hambre que se pudrían atados a la cadena, ni los cadáveres<br />
insepultos, ni los niños mendicantes, ni las grandes fosas comunes junto a las ciudades. Lo<br />
peor eran los vivos, que, bajo el peso de terrores y angustias mortales, parecían haber<br />
perdido los ojos y el alma. Cosas extrañas y terribles oyó y vio por dondequiera el<br />
vagabundo. Hubo padres que abandonaron a sus hijos y maridos que abandonaron a sus<br />
mujeres cuando se enfermaron. Los sayones de la peste y los esbirros que del hospital<br />
mandaban como verdugos saqueaban las casas sin moradores y, cuando les parecía,<br />
dejaban sin enterrar los cadáveres, o bien sacaban de sus lechos a los moribundos antes de<br />
que hubiesen expirado y los echaban a las carretas mortuorias. Aterrados fugitivos vagaban<br />
sólitarios de un lado para otro, alocados, rehuyendo todo contacto con los hombres,<br />
aguijados por el miedo a la muerte. Otros se juntaban en un frenético y espantado afán de<br />
vivir y celebraban francachelas y fiestas danzantes y amatorias en que la muerte tocaba el<br />
violín. Desamparados, plañiendo o blasfemando, permanecían algunos acurrucados junto a<br />
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