Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres
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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />
zahorí que acierte a descubrir cuan quebradiza y pasajera es toda vida y en qué manera<br />
pobre y angustiosa lleva todo ser vivo su miajilla de sangre cálida a través del hielo del<br />
universo; o bien puede reducirse a obedecer infantil y ávidamente los mandatos de su pobre<br />
estómago; en todo caso, será siempre antagonista y enemigo mortal del hombre<br />
acomodado y sedentario, que le odia, desprecia y teme porque no quiere que se le recuerde<br />
la fugacidad de todo ser, el continuo declinar de toda vida, la muerte implacable y fría que<br />
llena el mundo en torno nuestro.<br />
La infantilidad de la vida errante, su raíz materna, su alejamiento de la ley y el espíritu, su<br />
abandono y su escondida, constante cercanía de la muerte habían penetrado hondamente,<br />
desde hacía tiempo, en el alma de <strong>Goldmundo</strong> y le habían impreso su sello. El que, con<br />
todo, vivieran en él espíritu y voluntad, el que, con todo, fuera un artista, hacía su vida más<br />
rica y más difícil. Toda vida se enriquece y florece con la división y la oposición. ¿Qué serían<br />
la razón y la mesura sin la experiencia de la embriaguez, qué sería el placer de los sentidos<br />
si no estuviera tras ellos lo muerte, y qué sería el amor sin la eterna enemistad mortal de<br />
los sexos?<br />
Lentamente fueron cayendo el verano y el otoño; con grandes trabajos pasó <strong>Goldmundo</strong> los<br />
meses de escasez, cruzó luego entusiasmado la dulce y perfumada primavera; las<br />
estaciones huían a la carrera, rápidamente volvía a caer el alto sol del verano. Pasaban los<br />
años y parecía haber olvidado que en la tierra existiera otra cosa que hambre y amor y<br />
aquella callada e inquietante prisa de las estaciones; parecía que se hubiese hundido por<br />
completo en el materno e instintivo mundo primitivo. Mas en cada sueño y en cada reposo<br />
meditativo con la mirada puesta en los valles que florecían y que se marchitaban, era todo<br />
ojos, era artista, sufría un ansia torturante de evocar, por medio del espíritu, la placentera,<br />
fluctuahte futilidad de la vida y transformarla en sentido.<br />
Una vez, <strong>Goldmundo</strong>, que desde la sangrienta aventura que había tenido con Víctor nunca<br />
más volviera a caminar en compañía, encontró a un camarada que se le aproximó<br />
inadvertidamente y que no lo soltó durante un largo rato. Era, sin embargo, muy distinto de<br />
Víctor; tratábase de un romero, un hombre todavía joven, con hábito y sombrero de<br />
peregrino; se llamaba Roberto y tenía su casa a orillas del lago de Constanza. Era hijo de un<br />
artesano y había ido una temporada a la escuela de los monjes de San Galo. Siendo aún<br />
muchacho, se le había metido en la cabeza el ir en peregrinación a Roma; y esa idea, que<br />
siempre había acariciado, púsola por obra al presentarse la primera oportunidad. Fue esta<br />
oportunidad la muerte de su padre, en cuyo taller había trabajado de carpintero. Apenas<br />
dieron tierra al anciano, Roberto manifestó a su madre y a su hermana que nada podría<br />
detenerle de emprender sin demora su peregrinación para satisfacer el viejo anhelo y en<br />
expiación de sus pecados y de los de su padre. En vano se lamentaron las mujeres, en vano<br />
le hicieron reconvenciones; mantúvose obstinado y, desentendiéndose de ellas, se puso en<br />
camino sin las bendiciones de la madre y en medio de los coléricos improperios de la<br />
hermana. Impulsábale, sobre todo, el deseo de viajar, al que se unía una piedad superficial<br />
que consistía en cierta inclinación a permanecer cerca de los lugares sagrados y asistir a las<br />
ceremonias religiosas, en cierto gozo que le proporcionaban los oficios divinos, los bautizos,<br />
los entierros, las misas, el humo del incienso y las llamas de lo cirios. Conocía un poco el<br />
latín, pero no era el saber lo que buscaba su alma infantil sino la contemplación y el sereno<br />
éxtasis en la penumbra de las naves de los templos. Cuando niño, había sido muy<br />
aficionado a hacer de monaguillo. <strong>Goldmundo</strong>, aunque no lo tomó muy en serio, le cobró<br />
simpatía; se sentía un poco semejante a él por su afán andariego y de visitar países<br />
extraños. Roberto, pues, había abandonado su hogar con gran contento y había logrado<br />
llegar a Roma; pidió albergue en numerosos conventos y casas rectorales, vio montes y<br />
tierras del mediodía, y en la ciudad eterna, en medio de sus iglesias y ceremonias piadosas,<br />
se sintió feliz, y oyó cientos de misas, y en los lugares más famosos y más santos oró y<br />
recibió la gracia de los sacramentos y aspiró más incienso del que fuera menester para<br />
expiar sus pequeños pecados juveniles y los de su padre. Allí permaneció más de un año, y<br />
cuando finalmente retornó y volvió al hogar paterno, no le acogieron como al hijo pródigo,<br />
porque entretanto la hermana había tomado sobre sí las obligaciones y derechos de la casa,<br />
había contratado a un diligente oficial carpintero y se había casado con él, y<br />
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