Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres
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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />
La calleja que bordeaba el río se hallaba tranquila, en los pilares del puente murmuraba la<br />
corriente, fosco aparecía el fondo, no centelleaba ya ningún fulgor de oro. ¡Ah si ahora<br />
saltase por encima del muro y desapareciera en el río! El mundo volvía a estar lleno de<br />
muerte. Pasó una hora, y el crepúsculo se convirtió en noche cerrada. Al fin, pudo llorar.<br />
Sentado allí lloraba; sobre las manos y las rodillas le caían las lágrimas cálidas. Lloró por el<br />
maestro muerto, por la perdida belleza de Isabel, por Lena, por Roberto, por la muchacha<br />
judía, por su marchita, desperdiciada juventud.<br />
Más tarde se presentó en una taberna que antaño frecuentara con sus amigos. La tabernera<br />
lo reconoció; él le pidió un pedazo de pan y ella se lo dio y le ofreció también, bondadosa,<br />
un vaso de vino. No pudo tomar ni el pan ni el vino. Pasó la noche durmiendo en un banco<br />
de la taberna. Al llegar la mañana, la tabernera lo despertó; él le agradeció sus atenciones y<br />
se fué; por el camino se comió el trozo de pan.<br />
Llego al mercado del pescado; allí estaba la casa en que antaño tuviera su habitación. Junto<br />
a la fuente, unas pescaderas ofrecían a la venta su mercancía y él dirigió la mirada al<br />
interior de los dornajos para ver los hermosos y brillantes animales. Muchas veces los había<br />
contemplado en otro tiempo; vínole a la memoria que a menudo le habían inspirado piedad<br />
y que había sentido encono contra las mujeres y los compradores. Acordóse de que, en<br />
cierta ocasión, había vagado también una mañana por este lugar, admirando y<br />
compadeciendo a los peces, con el ánimo muy triste; mucho tiempo había transcurrido<br />
desde entonces y mucha agua había llevado el río. Aquel día estaba muy triste, lo recordaba<br />
perfectamente, pero, en cambio, había ya olvidado la índole y causa de aquella tristeza.<br />
Pues también la tristeza se desvanecía, también se desvanecían los dolores y<br />
desesperaciones; al igual que las alegrías, pasaban, palidecían, perdían su hondura y su<br />
valor, y, al cabo, llegaba una época en que uno no podía ya recordar qué era aquello que un<br />
tiempo tanto lo había atormentado. También los dolores se ajaban y marchitaban. ¿Llegaría<br />
asimismo a marchitarse y perder todo valor este dolor de hoy, esta desesperación que<br />
sentía por la muerte del maestro y porque hubiese fenecido aborreciéndolo y por no tener<br />
un taller donde saborear la dicha de crear y librar el alma de su carga de imágenes? Sí,<br />
también este dolor, esta acerba congoja, envejecerían, se fatigarían, sin duda, también los<br />
olvidaría. Nada perduraba; tampoco el pesar.<br />
Mientras, entregado a estos pensamientos, contemplaba los peces, oyó que alguien<br />
pronunciaba por lo bajo su nombre con tono afectuoso.<br />
—<strong>Goldmundo</strong> —sonó tímidamente; y al mirar hacia el lugar de donde procedía la voz, vio a<br />
una joven de aspecto un tanto delicado y enfermizo pero de hermosos ojos negros, que era<br />
quien le había llamado. No la reconoció.<br />
—¡<strong>Goldmundo</strong>! ¿Eres tú? —dijo la tímida voz—. ¿Cuándo volviste a la ciudad? ¿Ya no te<br />
acuerdas de mí? Soy María.<br />
Pero no la reconoció. Ella tuvo que decirle que era la hija de su patrón de antaño, la que en<br />
la madrugada de su partida le diera en la cocina una taza de leche caliente. Al referir estas<br />
cosas, se ruborizó.<br />
Es verdad, era María, aquella pobre niña del defecto en la cadera que lo había atendido<br />
entonces con tanta amabilidad y timidez. Ahora se acordaba de todo: lo había esperado en<br />
la fría amanecida, estaba muy triste de verlo marchar, le había hervido la leche, y él le<br />
había dado un beso que recibió con recogimiento y solemnidad, como un sacramento. No<br />
había vuelto a pensar en ella. En aquel entonces, era aún una niña. Ahora estaba más<br />
crecida y tenía muy bellos ojos, pero seguía cojeando y mostraba un aire algo esmirriado.<br />
Le dio la mano. Resultábale grato que hubiese todavía alguien, en aquella ciudad, que le<br />
conociera y le tuviese afecto.<br />
María se lo llevó consigo, casi sin resistencia. Ya en casa de los padres, en la pieza donde<br />
todavía colgaba su imagen y se veía su roja copa de cristal rubí en el anaquel de la<br />
chimenea, tomó el almuerzo y fue invitado a quedarse, algunos días; estaban contentos de<br />
volverlo a ver. Aquí, también, se enteró de lo que había acontecido en casa del Maestro.<br />
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