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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

—Tontuda —dijo—, ¿te has olvidado ya de los enterradores y de las casas desiertas y de la<br />

fosa cercana a la puerta de la ciudad donde arden las fogatas? Alégrate de no estar en ella y<br />

de que la lluvia no te moje la camisa. Piensa que te has librado de un gran peligro y que<br />

aún la dulce vida anima tu cuerpo y que aún puedes reír y cantar.<br />

Lena continuaba amohinada,<br />

—Yo no quiero marcharme ni abandonarte —declaró doliéndose—. Pero una no puede<br />

sentirse contenta sabiendo que, en breve, todo concluirá y pasará.<br />

<strong>Goldmundo</strong> volvió a responderle con amabilidad pero con un oculto dejo de amenaza en la<br />

voz.<br />

—Sobre eso, pequeña Lena, todos los sabios y santos se han quebrado la cabeza. No hay<br />

dicha duradera. Pero si lo que ahora poseemos no te parece suficiente y ya no te da alegría,<br />

le prenderé en seguida fuego a la cabaña y cada cual seguirá su rumbo. Y basta ya, Lena;<br />

no hablemos más de esto.<br />

Así quedó la cosa; ella se sometió, pero sobre su alegría había caído una sombra.<br />

CAPITULO XIV<br />

Incluso antes de que el verano se consumiera, terminó la vida de la cabaña, y en una forma<br />

bien distinta, por cierto, de como ellos se lo habían imaginado. Cierto día <strong>Goldmundo</strong><br />

anduvo errando largo rato por la comarca con una honda en la mano, en la esperanza de<br />

cazar alguna perdiz o cualquier otra pieza, pues la comida escaseaba. Lena se hallaba cerca<br />

recogiendo bayas; a veces pasaba junto a ella y, por encima de la maleza, distinguía su<br />

cabeza y su cuello moreno que emergían de la camisa de lino. Una de las veces le tomó dos<br />

o tres bayas y siguió adelante, y por un rato dejó de verla. Pensaba en ella, a un tiempo con<br />

cariño y enfado; había vuelto a hablar del otoño y del futuro y a decirle que creía estar<br />

encinta y que no lo abandonaría. Pero esto terminará pronto, pensaba, pronto nos<br />

cansaremos, y entonces yo me iré solo, y me separaré también de Roberto, y cuando<br />

empiece el mal tiempo trataré de estar de nuevo en la ciudad junto al maestro Nicolao, y<br />

pasaré allí el invierno, y al llegar la primavera me compraré unos buenos zapatos nuevos y<br />

me iré y tomaré el camino de nuestro convento de Mariabronn para saludar a <strong>Narciso</strong>, pues<br />

debe hacer ya unos diez años que no lo veo. Tengo que volverlo a ver, aunque sólo sea por<br />

uno o dos días.<br />

Un grito extraño lo arrancó a sus pensamientos, y entonces, súbitamente, se dio cuenta de<br />

que sus pensamientos y deseos lo habían llevado ya muy lejos de aquel lugar. Aguzó el oído<br />

y sonó otra vez el grito angustioso, creyó reconocer la voz de Lena y la siguió aunque no le<br />

agradaba que lo llamase. Pronto estuvo cerca... sí, era la voz de Lena que gritaba su<br />

nombre, como si se viera en grave peligro. Corrió veloz; continuaba un tanto irritado, pero,<br />

al repetirse los gritos, la compasión y la inquietud se impusieron en él. Cuando, al fin, pudo<br />

distinguirla, vio que estaba tendida o arrodillada en el campo, con la camisa desgarrada, y<br />

que luchaba, gritando, con un hombre que intentaba forzarla. Se aproximó a grandes saltos<br />

y todo su enojo, su intranquilidad y su dolor se descargaron en una furia violenta contra el<br />

agresor. Lo sorprendió cuando trataba de abatir del todo a Lena; a ésta le sangraban los<br />

desnudos pechos y el extraño la abrazaba con avidez. <strong>Goldmundo</strong> se abalanzó sobre el<br />

bellaco y le echó, iracundo, las manos al cuello, que era flaco y nervudo y estaba cubierto<br />

de una barba lanuda. Apretó con fruición hasta que el otro soltó a la muchacha y le quedó<br />

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