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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

esas cosas son menester las mujeres, y el vagabundear y correr mundo, e imágenes<br />

siempre nuevas. Aquí a su alrededor todo era un poco gris y adusto, un poco grave y<br />

masculino, y él se había contagiado, aquello se le había ido metiendo solapadamente en la<br />

sangre.<br />

La idea del viaje lo consolaba; dedicábase con afán al trabajo para verse libre lo antes<br />

posible. Y a medida que la imagen de Lidia iba surgiendo, poco a poco, de la madera y él<br />

dirigía hacia abajo, desde sus nobles rodillas, los severos pliegues de! vestido, vióse<br />

arrebatado de íntimo y doloroso goce, de un nostálgico enamoramiento de la imagen, de la<br />

bella y tímida figura adolescente, de los recuerdos de entonces, de su primer amor, de sus<br />

primeros viajes, de su juventud. Trabajaba devotameme en aquella delicada efigie, sentíala<br />

identificada con lo mejor de su ser, con su mocedad, con sus más tiernos recuerdos. Era<br />

una dicha esculpir su cuello doblado, su boca amable y triste, sus manos distinguidas,<br />

aquellos largos dedos, aquellas uñas bellamente combadas. También Erico contemplaba con<br />

pasmo y reverente amor la figura, cuantas veces podía.<br />

Cuando estaba ya casi concluida se la mostró al abad, <strong>Narciso</strong> dijo:<br />

—Esta es tu obra mejor, mi buen amigo; no hay nada en nuestro convento que pueda<br />

comparársele. He de confesarte que en estos últimos meses estuve a veces preocupado por<br />

ti. Te veía inquieto y atormentado, y cuando te ibas y permanecías fuera más de un día,<br />

pensaba en ocasiones desazonado: Tal vez no vuelva más. ¡Y he aquí que ahora me<br />

muestras esta maravillosa efigie! ¡Estoy muy satisfecho y orgulloso de ti!<br />

—Sin duda —declaró <strong>Goldmundo</strong>— esta figura me ha salido bien. Pero escucha, <strong>Narciso</strong>.<br />

Para que me saliera bien necesité echar mano de toda mi juventud, de mi vida errante, de<br />

mis amores y conquistas entre las mujeres. Ese es el pozo de que me valí. Pero pronto se<br />

agotará, se me secará el corazón. En cuanto termine esta imagen de María, me iré de aquí<br />

por algún tiempo, no sé por cuánto, en busca de mi juventud y de todo lo que un día me fue<br />

tan caro. ¿Me comprendes?... Bueno. Tú sabes que he sido tu huésped y que nunca recibí<br />

remuneración alguna por mi trabajo...<br />

—Muchas veces te la he ofrecido —interrumpióle <strong>Narciso</strong>.<br />

—Es verdad; y ahora te la acepto. Me haré hacer algunos vestidos nuevos, y cuando se<br />

hallen listos, me darás un caballo y algunos táleros y tornaré al mundo. No digas nada,<br />

<strong>Narciso</strong>, y no te aflijas. No es porque esto me desagrade, en parte alguna pudiera estar<br />

mejor. Es por otra cosa. ¿Accederás a mi deseo?<br />

Poco más hablaron sobre el asunto. <strong>Goldmundo</strong> se encargó un traje de jinete y unas botas,<br />

y mientras el verano se acercaba fue poniendo fin a la imagen de María, como si se tratara<br />

de su última obra; con amoroso cuidado daba a las manos, el rostro y la cabellera los<br />

últimos toques. Dijérase que tratara de demorar la partida y que le placiera detenerse un<br />

poco más en aquellos postreros, delicados trabajos. Pasaban los días y siempre tenía alguna<br />

cosa que arreglar. <strong>Narciso</strong>, aunque le apesadumbraba la perspectiva de la marcha del<br />

amigo, sonreíase a veces un poco de su carácter enamoradizo y de su tardanza en concluir<br />

la escultura.<br />

Y un buen día, de súbito, <strong>Goldmundo</strong> le sorprendió diciéndole que venía a despedirse. Había<br />

tomado su decisión durante la noche. Se le presentó con su traje nuevo y con su gorro<br />

nuevo. Ya se había confesado y comulgado momentos antes. Ahora venía para decirle adiós<br />

y recibir su bendición. A los dos les resultaba amarga la despedida y <strong>Goldmundo</strong> se<br />

mostraba más resuelto y sereno de lo que a su estado de ánimo correspondía.<br />

—¿Acaso te volveré a ver? —le preguntó <strong>Narciso</strong>.<br />

—Ciertamente que sí, salvo que tu hermoso rocín me desnuque. Si no retornara, no habría<br />

quien te llamara <strong>Narciso</strong> y te causara preocupaciones. Descuida. No te olvides de velar por<br />

Erico. Y que nadie toque a mi figura. Queda en mi cuarto, como te dije; te ruego que no<br />

sueltes la llave de la mano.<br />

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