Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres
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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />
cómo serás recibido.<br />
<strong>Goldmundo</strong> se apoyó en el amigo.<br />
—Lo sé —profirió—, aunque hasta ahora no había pensado en ello. Ya te dije que no tenía<br />
objetivo alguno. Ni siquiera esa mujer que ha sido tan tierna conmigo es mi objetivo. Voy<br />
junto a ella, pero no voy por ella. Voy porque tengo que ir, porque oigo una llamada.<br />
Calló y suspiró. Los dos permanecían sentados, apoyados uno en otro, tristes y, no<br />
obstante, felices con el sentimiento de su amistad inalterable. Prosiguió <strong>Goldmundo</strong>:<br />
—No debes imaginar que estoy enteramente a ciegas y que no me doy cuenta de nada. No.<br />
Me voy de muy buen grado porque siento que tiene que ser y por haber vivido hoy algo tan<br />
maravilloso. Pero no me figuro, en modo alguno, que corro en pos de placeres y ventura<br />
manifiestos. Calculo que el camino será arduo. Mas espero que también sea hermoso. ¡Es<br />
tan hermoso pertenecer a una mujer, darse a ella! No te rías de mí aunque parezca<br />
disparate lo que digo. Pero el amar a una mujer, entregarse a ella, meterla dentro de uno<br />
mismo y sentirse, a la vez, metido dentro de ella, ¿no es acaso lo mismo que eso que tú<br />
llamas "estar enamorado" y de lo que te burlas un poco? Créeme, no es cosa para burlarse.<br />
Para mí es el camino que conduce a la vida y al sentido de la vida... ¡Ah, <strong>Narciso</strong>, tengo que<br />
dejarte! Te quiero, <strong>Narciso</strong>, y te doy gracias por haberme hoy sacrificado un poco de tu<br />
sueño. Duro se me hace abandonarte. ¿Te acordarás de mí?<br />
—¡No te apenes ni me apenes! Nunca te olvidaré. Volverás, te ruego que vuelvas, lo espero.<br />
Si alguna vez te va mal, ven a mi lado o llámame.. . ¡Adiós, <strong>Goldmundo</strong>, y que Él te ayude!<br />
Se había puesto de pie. <strong>Goldmundo</strong> lo abrazó. Como sabía que su amigo tenía prevención a<br />
las caricias, no le besó y se contentó con tocarle suavemente las manos.<br />
Cayó la noche. <strong>Narciso</strong> cerró tras de sí la puerta de la celda y se encaminó a la iglesia;<br />
sonaban sus sandalias en las baldosas del pavimento. <strong>Goldmundo</strong> siguió con ojos amorosos<br />
la enjuta figura hasta que desapareció en el extremo del corredor tragada por la oscuridad,<br />
succionada, reclamada por ejercicios, deberes y virtudes. ¡Qué raro, qué inmensamente<br />
extraño e incomprensible era todo aquello! ¡Y también qué extraño y terrible había sido lo<br />
de ir junto al amigo con el corazón desbordante, con aquella enardecida embriaguez de<br />
amor en un momento que, absorbido por las meditaciones, consumido por ayunos y vigilias,<br />
crucificaba y ofrecía en holocausto su juventud, su corazón, sus sentidos, y se sometía a la<br />
rígida escuela de la obediencia, sólo para servir al espíritu y para convertirse por entero en<br />
minister verbi divinil Encontráralo tendido, extenuado, apagado, con la faz pálida, las manos<br />
enflaquecidas, que parecía un muerto, y, sin embargo, había acogido en seguida al amigo<br />
con interés y cariño, y al enamorado, que aún trascendía el olor de una mujer, prestó oídos<br />
y sacrificó el exiguo tiempo de reposo entre dos ejercicios. Era pasmoso, era<br />
maravillosamente hermoso que hubiera también tal suerte de amor, desinteresado,<br />
enteramente espiritualizado. ¡Qué distinto del amor que había conocido el mismo día en<br />
medio del campo soleado, de aquel ebrio, irreflexivo juego de los sentidos! Y las dos cosas<br />
eran amor. Ah, y ahora <strong>Narciso</strong> había desaparecido, tras haberle mostrado de nuevo con<br />
tanta claridad, en aquel instante último, cuan distintos y desemejantes eran. <strong>Narciso</strong> estaba<br />
ahora postrado ante el altar, con las rodillas fatigadas, preparado y purificado para una<br />
noche de oración y meditación en la que no dispondría más que de dos horas de descanso y<br />
sueño, mientras él, <strong>Goldmundo</strong>, huía para encontrarse con su Elisa en algún lugar entre los<br />
árboles y repetir con ella aquellos dulces juegos animales. <strong>Narciso</strong> hubiese podido decir<br />
sobre eso algo interesante. Pero <strong>Goldmundo</strong> no era <strong>Narciso</strong>. No le incumbía a él sondear<br />
aquellos enigmas y embrollos hermosos y tremendos y decir al respecto cosa de<br />
importancia. No le incumbía sino seguir sus propios, inciertos, desatinados caminos. No le<br />
incumbía sino entregarse y amar, tanto al amigo que rezaba en la nocturna iglesia como a<br />
la mujer joven, hermosa y ardiente que le aguardaba.<br />
Cuando, agitado el corazón por mil encontrados sentimientos, se escabulló cautelosamente<br />
entre los tilos del patio y buscó la salida por el molino, hubo de sonreírse al recordar, de<br />
pronto, aquella noche en que abandonara el convento en compañía de Conrado por aquel<br />
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