Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres
Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres
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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />
cabeza, y ella entonces se marchó con el cubo lleno, desapareciendo en la oscu-<br />
ridad de la puerta. <strong>Goldmundo</strong> permaneció sentado, reconocido y muy contento, y<br />
escuchaba el rumor del agua. Poco después entró en la casa, buscó al labrador, estrechó su<br />
mano y la de la abuela y dióles gracias por su hospitalidad. Olía a fuego, hollín y leche en la<br />
cabaña. Un momento antes era abrigo y hogar, y ahora tornaba a serle extraña. Y haciendo<br />
un saludo, salió.<br />
Más allá de las chozas encontró una capilla y junto a ella un ameno soto de robles viejos y<br />
recios con el suelo tapizado de hierba baja. Aquí permaneció a la sombra, paseando entre<br />
los gruesos troncos. Es curioso, se decía, lo que acontece con las mujeres y el amor: no<br />
necesitan, en realidad, de palabras. Aquella mujer solamente había empleado una palabra<br />
para indicarle el lugar de la cita; lo demás no se lo había dicho con palabras. ¿Con qué,<br />
pues? Había sido con los ojos y con un cierto tono de la voz algo empañada; y aun con algo<br />
más, quizás un aroma, una delicada, suave irradiación de la piel por la que los hombres y<br />
las mujeres podían en seguida descubrir si se deseaban mutuamente. Era algo maravilloso,<br />
como un fino lenguaje secreto; ¡y qué pronto había aprendido ese lenguaje! Experimentaba<br />
una gran alegría al pensar en la próxima noche, estaba lleno de curiosidad por saber cómo<br />
sería aquella corpulenta mujer rubia, cómo serían sus miradas y los matices de su voz, sus<br />
formas, movimientos y besos... sin duda muy distintos de los de Elisa. ¿Dónde estaría ahora<br />
Elisa, con su cabello negro y tirante y sus leves suspiros? ¿Le habría pegado su marido?<br />
¿Pensaría aún en él? ¿Habría encontrado un nuevo amante, como él había hoy encontrado<br />
otra mujer? ¡Con qué rapidez pasó todo aquello, de qué singular modo surgía la dicha por<br />
doquiera, cuan hermoso y ardiente había sido y cuan pasmosamente fugaz! Era pecado, era<br />
adulterio; muy poco antes hubiese preferido dejarse matar a cometer aquel pecado. Y ahora<br />
era ya la segunda mujer que esperaba y tenía la conciencia serena y tranquila. Es decir,<br />
tranquila quizá no; pero si su conciencia sentíase a veces intranquila y agobiada, no se<br />
debía al adulterio y al deleite carnal. Era por otra cosa, que no acertaba a señalar por su<br />
nombre. Era el sentimiento de una culpa que no había cometido sino que había ya traído<br />
consigo a este mundo. ¿Trataríase, acaso, de lo que en teología se llamaba pecado original?<br />
Bien pudiera ser. La vida, evidentemente, llevaba en sí una especie de culpa. .. ¿por qué, si<br />
no, un hombre tan puro y tan sabio como <strong>Narciso</strong> había de someterse a ejercicios de<br />
penitencia como un condenado? ¿O por qué tenía él mismo, <strong>Goldmundo</strong>, que notar en el<br />
fondo de su alma esa sensación de culpabilidad? ¿Por ventura no era feliz? ¿No era joven y<br />
sano, no era libre como los pájaros que vuelan por el aire? ¿No le amaban las mujeres? ¿No<br />
era hermoso sentir que, como amante, podía dar a la mujer el mismo hondo placer que él<br />
experimentaba? ¿Por qué, pues, no era feliz del todo? ¿Por qué en su dicha moza, como en<br />
la virtud y sapiencia de <strong>Narciso</strong>, penetraba a las veces ese extraño dolor, esa mansa<br />
angustia, esa lamentación por lo pasado? ¿Por qué tan a menudo se veía<br />
sumido en meditaciones, en cavilaciones, a pesar de saber que no era un pensador?<br />
De todos modos, era hermoso vivir. Cogió de entre la hierba una florecilia violeta, acercó a<br />
ella los ojos, miró dentro del pequeño y angosto cáliz por el que corrían unas venillas y en el<br />
que vivían unos órganos minúsculos, finos como cabellos; allí, como en el seno de una<br />
mujer o en el cerebro de un pensador, bullía la vida, vibraba el afán. ¿Por qué no sabíamos<br />
absolutamente nada? ¿Por qué no era posible hablar con esta flor? ¡Pero si ni siquiera<br />
podían dos hombres hablar realmente entre sí, pues para ello se precisaba de un azar feliz,<br />
de una singular amistad y disposición! No, era una suerte que el amor no precisase de<br />
palabras; de otro modo, estaría lleno de equivocaciones y disparates. Ah, recordaba los ojos<br />
de Elisa, entreabiertos, como vidriosos en la plenitud del goce, mostrando tan sólo una<br />
rajilla blanca entre los párpados trémulos... ¡Ni con millares de palabras eruditas o poéticas<br />
fuera dable expresarlo! Nada, ah, nada cabía expresar, ni imaginar... ¡y sin embargo uno<br />
sentía en los adentros, reiteradamente, la apremiante necesidad de hablar, el eterno<br />
impulso de pensar!<br />
Observaba las hojillas de la pequeña planta y reparaba en la manera bella y notablemente<br />
inteligente corno estaban dispuestas en torno al tallo. Hermosos eran los versos de Virgilio y<br />
a él le placían en extremo; pero Virgilio tenía muchos versos que, en punto a pureza y<br />
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