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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

Nicolao no había muerto de peste; fue la hermosa Isabel la que enfermó de ella y su padre<br />

la cuidó con tanta solicitud y desvelo que falleció de sus fatigas y trabajos antes de que ella<br />

se hubiese restablecido del todo. La joven se salvó pero su belleza desapareció.<br />

—El taller está vacío —dijo el patrón—. Un imaginero diligente tendría ahí un grato hogar y<br />

no poco dinero. ¡Piénsalo bien, <strong>Goldmundo</strong>! No se negaría. Ya no puede elegir.<br />

Enteróse también de varios episodios de la etapa de la peste. Las turbas habían incendiado<br />

primero un hospital y luego habían asaltado y saqueado algunas casas ricas, y por un<br />

tiempo no hubo orden ni seguridad alguna porque el obispo había huido. Entonces el<br />

emperador, que no andaba lejos, envió un gobernador, el conde Enrique. Era, en verdad, un<br />

hombre enérgico, y con unos cuantos soldados de caballería e infantería<br />

puso orden en la ciudad. Pero ya era hora de que terminara su gobierno, se esperaba el<br />

regreso del obispo. El conde había sido muy exigente con la población y la gente estaba<br />

también harta de su manceba, la famosa Inés, una verdadera harpía. En fin, no tardarían en<br />

irse pues el concejo hacía ya tiempo que estaba disgustado de verse obligado a soportar, en<br />

lugar de su buen obispo, a aquel cortesano y militar, favorito del emperador, que recibía<br />

constantemente embajadas y delegaciones como un príncipe.<br />

También se le preguntó al huésped sobre sus andanzas.<br />

—De eso —dijo él tristemente— mejor es no hablar. Anduve por muchos sitios y en todas<br />

partes encontré la epidemia y muertos a montones, y en todas partes la gente, con el<br />

terror, se había vuelto loca y mala. Logré salvar la vida y tal vez llegue a olvidar todos esos<br />

horrores. Pero ahora, a mi regreso, me encuentro muerto al maestro. Permitidme que<br />

permanezca aquí unos días para reposarme y luego me marcharé.<br />

No se quedó para reposar. Se quedó porque estaba lleno de desilusión e indecisión, porque<br />

los recuerdos de días felices le hacían grata la ciudad y porque el amor de la pobre María lo<br />

confortaba. Aunque no podía corresponder a su amor ni ofrecerle otra cosa sino amabilidad<br />

y compasión, su tranquila y humilde adoración le placía. Pero más aun que todo eso lo<br />

retenía en aquel lugar la ardorosa necesidad de tornar a ser artista, aunque fuese sin taller,<br />

aunque sólo fuese con rudimentarios elementos.<br />

- Durante algunos días no hizo otra cosa sino dibujar. María le procuró papel y pluma y,<br />

sentado en su aposento, dibujaba hora tras hora, llenando los grandes pliegos de figuras,<br />

ora garrapateadas a toda prisa, ora trazadas con amor y delicadeza y dejando que el repleto<br />

libro de imágenes que en sus adentros llevaba se vertiese en el papel. Dibujó muchas veces<br />

el rostro de Lena, tal como se mostrara sonriendo de satisfacción, amor y afán sanguinario<br />

después de la muerte de aquel vagabundo, y también tal como apareciera en su última<br />

noche, disolviéndose en lo amorfo, retornando a la tierra. Dibujó la figura de un rapacín<br />

aldeano que había visto yacer muerto en la puerta del cuarto de sus padres, con los puñitos<br />

apretados. Dibujó una carreta llena de cadáveres tirada por tres jamelgos que avanzaban<br />

penosamente y a cuyos costados iban varios mozos de verdugo con unos palos largos,<br />

mirando de soslayo con ojos sombríos por las aberturas de las negras caretas de peste.<br />

Repetidas veces dibujó a Rebeca, la esbelta muchacha judía de ojos negros, su boca fina y<br />

orgullosa, su cara llena de dolor e indignación, su cuerpo gracioso y juvenil que parecía<br />

creado para el amor, su boca altiva y amarga. Se dibujó a sí mismo, como caminante, como<br />

amante, huyendo de la muerte segadora, danzando en las orgias de la peste entre los que<br />

sentían hambre de vivir. Absorto, inclinado sobre el blanco papel, diseñó el altivo y sereno<br />

rostro de la joven Isabel tal como la había conocido en otro tiempo, la grotesca figura de la<br />

vieja criada Margarita, el semblante amado y temido del maestro Nicolao. Bosquejó también<br />

varias veces, con rasgos sutiles, barruntadores, una gran figura de mujer, la Madre del<br />

mundo, sentada, con las manos en el regazo, y en la faz un hálito de sonrisa bajo los ojos<br />

melancólicos. Le hacía inmenso bien aquel caudaloso fluir, la sensación que experimentaba<br />

en la mano que dibujaba, aquel señorear los diversos rostros. En pocos días llenó de dibujos<br />

los pliegos que María le había traído. Del último cortó un pedazo y en él dibujó, claramente,<br />

con rasgos sobrios, la cara de María con sus hermosos ojos, con su boca de renunciamiento.<br />

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