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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

Cuando, finalmente, dio comienzo al trabajo —había nieve y había ya pasado la Navidad—,<br />

la vida de <strong>Goldmundo</strong> cobró un nuevo carácter. Era como si hubiese desaparecido del<br />

convento, nadie lo veía, ya no esperaba la salida de los alumnos al terminar las horas de<br />

clase, ni vagaba por el bosque, ni daba paseos por el claustro. Ahora hacía sus comidas en<br />

casa del molinero, que no era ya el que tan a menudo había visitado en sus tiempos de<br />

escolar. Y no dejaba entrar en su taller a nadie más que a su ayudante Erico, y aun a éste<br />

había días que no le decía palabra.<br />

La traza que había ideado para aquella su primera obra, la tribuna del lector, era la<br />

siguiente: de las dos partes de que constaba, la primera representaría el mundo, y la otra la<br />

palabra divina. La parte inferior, la escalera, que saldría de un poderoso tronco de roble,<br />

dando vueltas en torno a él, representaría la creación, imágenes de la naturaleza y de la<br />

vida sencilla de los patriarcas. La parte superior, el antepecho, ostentaría las imágenes de<br />

los cuatro evangelistas. A uno de éstos le daría la apariencia del difunto abad Daniel, a otro<br />

la del difunto, padre Martín, su sucesor, y en la figura de San Lucas se proponía perennizar<br />

al maestro Nicolao.<br />

Tropezó con grandes dificultades, mayores de lo que se había imaginado. Esas dificultades<br />

le causaron preocupaciones, mas eran dulces preocupaciones; bregaba por la obra<br />

encantado y desesperado, como por una mujer esquiva, luchaba con ella irritada y<br />

delicadamente, como un pescador con un sollo grande; toda resistencia era para él una<br />

enseñanza y afinaba su sensibilidad. Se olvidó de todo lo demás, se olvidó casi de <strong>Narciso</strong>.<br />

Éste se presentó alguna vez en el taller pero no vio más que dibujos.<br />

En cambio, un día <strong>Goldmundo</strong> lo sorprendió con la demanda de que lo oyera en confesión.<br />

—Hasta ahora no podía decidirme —le declaró—, me consideraba demasiado insignificante,<br />

en tu presencia me sentía humillado. Ahora estoy más animado, tengo mi trabajo y ya no<br />

soy un ser inútil. Y puesto que vivo en un convento, quiero someterme a sus normas.<br />

Se sentía ahora con arrestos para enfrentarse con la situación, y no quiso aguardar más. Y<br />

cuando, en las meditaciones de las primeras semanas, en su abandonarse a la emoción del<br />

retorno y a los recuerdos de su mocedad, e incluso en los relatos que Erico le pedía que le<br />

hiciese, dirigía una mirada retrospectiva sobre su vida, advertía en ésta un cierto orden y<br />

claridad.<br />

<strong>Narciso</strong> lo confesó sin ceremonia. La confesión duró unas dos horas. El abad escuchó, con<br />

faz inalterable, la narración de las andanzas, sufrimientos y pecados de su amigo, sin<br />

interrumpirlo en ningún momento, y también oyó con aire impasible aquella parte de la<br />

confesión en la que <strong>Goldmundo</strong> declaró haber perdido la fe en la justicia y la bondad de<br />

Dios. Muchas de las revelaciones del penitente causaron gran impresión al sacerdote, el cual<br />

pudo apreciar a qué extremos se había visto zarandeado y acosado de terrores y cuan cerca<br />

había estado, algunas veces, de perderse sin remedio. Mas luego volvió a sonreír,<br />

emocionado de la ingenua infantilidad que conservaba el amigo, al verlo preocupado y lleno<br />

de arrepentimiento por ciertos pensamientos profanos que, en comparación con sus propias<br />

dudas y los abismos de su mente, resultaban inocentes.<br />

Para asombro y aun desilusión de <strong>Goldmundo</strong>, su confesor no censuró con excesiva dureza<br />

sus pecados propiamente tales, pero, en cambio, le reconvino y reprendió sin<br />

contemplaciones por haber descuidado el rezar, confesar y comulgar. Púsole por penitencia<br />

que, antes de recibir la comunión, y por espacio de cuatro semanas, se mantuviera<br />

moderado y continente, asistiera cada mañana a la misa del alba y rezara cada noche tres<br />

padrenuestros y un himno mariano.<br />

Luego le dijo:<br />

—Te exhorto y te pido que tomes en serio esta penitencia. Yo no sé si conoces de modo<br />

cabal el texto de la misa. Debes seguirlo palabra a palabra y fijarte en su sentido. Hoy<br />

mismo rezaré contigo el padrenuestro y algunos himnos y te indicaré aquellas palabras y<br />

pasajes de importancia en los que debes parar con más detenimiento la atención. No<br />

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