Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres
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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />
obra del maestro Nicolao.<br />
—¿Del maestro Nicolao? ¿Quién es, dónde está? ¿Vos le conocéis? ¡Ah, contadme, por<br />
favor, algo de él! Por fuerza ha de ser un hombre magnífico e inspirado el que pudo crear<br />
esta maravilla.<br />
—No es mucho lo que de él sé. Es un imaginero que vive en la capital del obispado, a un día<br />
de viaje de aquí, y goza de gran nombradla como artista. Los artistas no suelen ser santos y<br />
él tampoco lo es, pero, en cambio, sí es un hombre de talento y elevados sentimientos. Le<br />
he visto algunas veces.<br />
—¡Ah, lo habéis visto! ¿Qué aspecto tiene?<br />
—Pareces, hijo mío, sentir gran admiración por él. Vete pues en su busca y salúdalo de<br />
parte del padre Bonifacio.<br />
<strong>Goldmundo</strong> le dio muy rendidas gracias. El padre se retiró sonriendo, pero él permaneció<br />
todavía un buen rato ante aquella misteriosa figura cuyo pecho parecía alentar y en cuya<br />
faz se mezclaban tanto dolor y tanta dulzura que el corazón se le encogió.<br />
Salió de la iglesia transformado, sus pasos le llevaban por un mundo enteramente distinto.<br />
Desde el momento que permaneció ante la dulce y santa imagen de madera, <strong>Goldmundo</strong><br />
poseía algo que nunca antes había poseído y que, en otros, había provocado muchas veces<br />
sus burlas o su envidia: un objetivo. Tenía un objetivo y quizá llegara a alcanzarlo; y,<br />
entonces, tal vez cobrara su vida desordenada alto sentido y valor. Este nuevo sentimiento<br />
le infundió alegría y temor y le hizo avivar el paso. Aquel camino hermoso y alegre no era<br />
ya, como ayer, un campo de fiesta, un grato y ameno paraje, sino sólo un camino, el<br />
camino que conducía a la ciudad y al maestro. Marchaba apresurado, impaciente. Llegó<br />
antes de anochecer; tras de los muros resplandecían los chapiteles de las torres y sobre la<br />
puerta veíanse blasones esculpidos y escudos pintados; entró con el corazón palpitante y<br />
apenas hizo caso del bullicio y animación de las callejas, de los jinetes, de los coches y<br />
carros. No eran los jinetes ni los coches, no era la ciudad ni el obispo lo que tenía<br />
importancia para él. Al primer hombre que encontró en la puerta de la ciudad le preguntó<br />
dónde vivía el maestro Nicolao y le decepcionó sobremanera oírle decir que no lo conocía.<br />
El viajero vino a dar en una plaza rodeada de espléndidas casas, muchas de las cuales<br />
estaban ornadas de pinturas o esculturas. Sobre la puerta de una de ellas aparecía, enorme<br />
y gallarda, la estatua de un lansquenete pintada en colores vivos y alegres. Aunque no tan<br />
hermosa, ciertamente, como la imagen de aquella iglesia conventual, era tal su traza y tan<br />
arrogante la manera como ostentaba las pantorrillas y avanzaba el barbudo mentón, que<br />
<strong>Goldmundo</strong> llegó a pensar que pudiera ser obra del mismo maestro. Entró en la casa, llamó<br />
a varias puertas, subió las escaleras y finalmente apareció un señor que vestía sayo de<br />
terciopelo guarnecido de pieles. Preguntóle dónde podría encontrar al maestro Nicolao; y el<br />
señor quiso saber por qué motivo deseaba verlo. A <strong>Goldmundo</strong> le costó trabajo dominarse<br />
para decirle únicamente que traía un encargo para él; y el señor le indicó entonces la calle<br />
donde vivía el maestro. Mientras el joven la buscaba se hizo de noche. Con el pecho<br />
oprimido y, no obstante, feliz, vióse, por fin, ante la casa del maestro Nicolao, mirando<br />
hacia las ventanas; poco faltó para que se decidiera a entrar. Advirtió, empero, que era ya<br />
tarde y que se encontraba cubierto del sudor y del polvo de la jornada y, venciéndose,<br />
resolvió aguardar. Mas aun permaneció un largo rato frente a la casa. Notó que una ventana<br />
se iluminaba, y en el momento mismo que daba la vuelta para irse, distinguió en la ventana<br />
una figura, una muchacha rubia y muy hermosa a través de cuyo cabello se filtraba, desde<br />
atrás, el suave resplandor de la lámpara.<br />
Pasó la noche en un convento. Llegada la mañana, cuando la ciudad estaba de nuevo<br />
despierta y llena de rumores, luego de lavarse la cara y las manos y sacudirse el polvo de<br />
los vestidos y zapatos, volvió a la calleja y pulsó en la puerta de la casa. Vino una criada,<br />
que al principio se negó a conducirlo junto al maestro; pero él supo ablandarla y consiguió<br />
que lo dejara pasar. Hallábase el artista en una pequeña sala, que era el taller, y tenía<br />
puesto un mandil de faena; era un hombre corpulento y barbudo, de edad, según le pareció<br />
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