Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres
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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />
llamas <strong>Goldmundo</strong>? Dame otro beso, pequeño <strong>Goldmundo</strong>; después puedes marcharte.<br />
—¿Has dicho que no vives en ninguna parte? ¿Entonces en dónde duermes?<br />
—Si tú quieres, contigo en el bosque o sobre el heno. ¿Vendrás esta noche?<br />
—Sí, sí. ¿Adonde debo ir? ¿Dónde te encontraré?<br />
—¿Sabes imitar el graznido de la lechuza?<br />
—Nunca lo intenté.<br />
—Prueba a ver.<br />
Lo intentó. Ella se rió y se quedó satisfecha.<br />
—Esta noche, pues, saldrás del convento y graznarás como una lechuza; yo estaré cerca.<br />
¿Te gusto de veras, pequeño <strong>Goldmundo</strong>, niño mío?<br />
—Ah, mucho, mucho es lo que me gustas, Elisa. Vendré. Adiós. Debo partir.<br />
Anochecía cuando <strong>Goldmundo</strong> llegó al convento en su caballo, que jadeaba, y se alegró de<br />
encontrar muy atareado al padre Anselmo. Un hermano se había metido descalzo en el<br />
arroyo y se había clavado un tiesto en un pie.<br />
Tenía que ver a <strong>Narciso</strong>. Preguntó a uno de los hermanos legos que servían en el refectorio.<br />
No, le dijeron, <strong>Narciso</strong> no vendría a la cena porque aquel día ayunaba; seguramente estaba<br />
durmiendo a aquellas horas, pues la noche anterior había hecho vigilia. Partió a toda prisa.<br />
Durante los largos ejercicios, su amigo dormía en una de las celdas de penitencia, en la<br />
parte interior del convento. Allá enderezó sin vacilar. Pegó el oído a la puerta; no se percibía<br />
nada. Entró sigilosamente. Ahora no le preocupaba que estuviera prohibido.<br />
Yacía <strong>Narciso</strong> en la estrecha tarima, tendido boca arriba, rígido, el rostro pálido y afilado, las<br />
manos cruzadas sobre el pecho: a la luz del crepúsculo semejaba un muerto. Pero tenía los<br />
ojos abiertos y no dormía. Miró en silencio a <strong>Goldmundo</strong>, sin reproche, aunque sin rebullir y,<br />
evidentemente, tan ensimismado, tan trasladado a otro tiempo y a otro mundo, que le<br />
costó trabajo reconocer al amigo y entender sus palabras.<br />
—¡<strong>Narciso</strong>! Perdóname, perdóname, mi buen <strong>Narciso</strong>, que te moleste; no lo hago por<br />
capricho. Sé que ahora no te está permitido hablar conmigo, pero a pesar de eso he venido<br />
a verte y te suplico con toda el alma que me atiendas.<br />
<strong>Narciso</strong> volvió en sí, parpadeando con viveza un instante, como si se esforzara por<br />
despertarse.<br />
—¿Es absolutamente necesario? —preguntó con voz apagada.<br />
—Sí, es necesario. Vengo para despedirme de ti.<br />
—En tal caso, ciertamente que es necesario. No has debido venir en vano. Ven, siéntate<br />
aquí a mi lado. Disponemos de un cuarto de hora; después comienza la primera vigilia.<br />
Se había levantado y se sentó, macilento, en la desnuda yacija de tablas; <strong>Goldmundo</strong> tomó<br />
asiento a su vera.<br />
—¡Perdóname! —dijo consciente de su culpabilidad. La celda, la escueta tarima, el rostro<br />
desvelado y extenuado de <strong>Narciso</strong>, su mirada medio ausente, todo le revelaba con plena<br />
claridad cuánto estorbaba allí.<br />
—Nada hay que perdonar. No te andes con miramientos, no tengo nada. ¿Dices que quieres<br />
despedirte? Entonces, ¿te vas?<br />
—Hoy mismo me voy. ¡Ah, no puedo contártelo! Todo se ha resuelto súbitamente.<br />
—¿Acaso ha llegado tu padre, o bien has tenido carta de él?<br />
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