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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

yacían los huesos quemados de la bondadosa Lena y debía de continuar peregrinando su<br />

camarada Roberto si la peste no lo había atrapado; allá, en alguna parte, estaba el cadáver<br />

de Víctor y también, distante y encantado, el convento de sus años juveniles, y el castillo<br />

del caballero de las hijas hermosas y la pobre Rebeca, perseguida o muerta.<br />

Todos esos numerosos lugares, distantemente dispersos, esos campos y bosques, esas<br />

ciudades y aldeas, castillos y conventos, todos esos hombres, vivos o muertos, sabía que<br />

tenían existencia y se entrelazaban en su interior, en su recuerdo, en su amor, en su<br />

arrepentimiento, en su anhelo. Y si mañana lo sorprendiera la muerte, todo eso volvería a<br />

disgregarse y extinguirse, este libro de imágenes tan lleno de mujeres y de amor, de<br />

mañanas de estío y noches invernizas. ¡Ah, era tiempo de hacer algo más, de crear y dejar<br />

tras de sí algo más, que le sobreviviera!<br />

De aquella vida, de aquellas peregrinaciones, de todos aquellos años transcurridos desde<br />

que saliera al mundo, poco fruto había quedado hasta hoy. Sólo quedaban las pocas<br />

esculturas que había esculpido en el taller, especialmente la de San Juan, y además, este<br />

libro de imágenes, este mundo irreal que llevaba dentro de la cabeza, este hermoso y<br />

doloroso mundo de imágenes de los recuerdos. ¿Lograría salvar algo de éste mundo<br />

interior, trasladándolo afuera? ¿O debía contentarse con seguir amontonando nuevas<br />

ciudades, nuevos paisajes, nuevas mujeres, nuevas experiencias, nuevas imágenes, sin<br />

obtener de todo ello otra cosa que esta desasosegada, a la vez torturante y hermosa,<br />

llenura del corazón?<br />

¡Era realmente indignante la manera como la vida se mofaba de uno, era cosa para reír y de<br />

llorar! O bien se vivía, dando rienda suelta a los sentidos, hartándose en los pechos de la<br />

Madre Eva, y en tal caso, se conocían intensos placeres pero no se estaba protegido contra<br />

la caducidad: uno era entonces como un hongo del bosque, que hoy luce bellos colores y<br />

mañana está podrido; o bien uno se defendía y se encerraba en un taller y trataba de<br />

levantar un monumento a la vida huidiza, y entonces había que renunciar a la vida y uno<br />

era un mero instrumento, y aunque estaba al servicio de lo perduradero, se resecaba y<br />

perdía la libertad, la plenitud y el gozo de la vida. Tal le había acaecido al maestro Nicolao.<br />

¡Ah, y, sin embargo, la vida sólo tenía un sentido si cabía alcanzar ambas cosas a la vez, si<br />

no se veía escindida por esa tajante oposición! ¡Crear sin tener que pagar por ello el precio<br />

del vivir! ¡Vivir sin tener que renunciar a la nobleza del crear! ¿Por ventura no era posible?<br />

¿Quizás había hombres a los que era dado realizar tal cosa? ¿Quizás había maridos y padres<br />

de familia en quienes la fidelidad no hacía perder el placer de los sentidos? ¿Quizás había<br />

sedentarios a los que la ausencia de libertad y peligros no resecaba el corazón? Quizá. Pero<br />

aún no había visto a ninguno.<br />

Antojábasele que toda existencia se asentaba en la dualidad, en los contrastes; se era<br />

mujer u hombre, vagabundo o burgués, razonable o emotivo; en ninguna parte era posible,<br />

a la vez, inspirar y espirar, ser hombre y mujer, gozar de libertad y de orden, guiarse por el<br />

instinto y por el espíritu; siempre había que pagar lo uno con la pérdida de lo otro y siempre<br />

era tan importante y apetecible lo uno como lo otro. En esto tal vez nos llevasen ventaja las<br />

mujeres. La naturaleza las había hecho de tal suerte que en ellas el placer daba por sí<br />

mismo su fruto y de la dicha amorosa venía el hijo. En el hombre, en lugar de esa sencilla<br />

fertilidad se hallaba el eterno anhelo. ¿Acaso Dios, que así lo había creado todo, era malo o<br />

enemigo, y se burlaba despiadadamente de su propia creación? No, no podía ser malo pues<br />

había creado los corzos y los ciervos, los peces y las aves, las flores, las estaciones. Mas esa<br />

grieta atravesaba de parte a parte toda su creación, ya porque ésta fuese fallida e<br />

imperfecta, ya porque Dios persiguiese con esa laguna y anhelo de la humana existencia<br />

determinados propósitos, ya porque debiera verse en ello la simiente del demonio, el<br />

pecado original. Pero ¿por qué ese anhelo e insuficiencia habían de ser pecado? ¿No nacía<br />

de ahí todo lo hermoso y santo que el hombre había creado y que devolvía a Dios como<br />

agradecida ofrenda?<br />

Agobiado por sus pensamientos, dirigió la mirada a la ciudad, buscó en ella la plaza de<br />

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