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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

Con indecible sorpresa y emoción, advirtió que el sacerdote, tras el cual unas manos<br />

invisibles habían tornado a cerrar la puerta, vestía el hábito del convento de Mariabronn: ¡El<br />

hábito, para él tan conocido y familiar, que antaño llevaran el abad Daniel, el padre<br />

Anselmo, el padre Martín!<br />

Al descubrirlo, sintió en el corazón un extraño sacudimiento y tuvo que apartar los ojos. La<br />

aparición de aquel traje monacal tal vez anunciara cosas gratas, tal vez fuese una buena<br />

señal. Pero quizá nó hubiese otra salida que el asesinato. Apretó los dientes. Muy duro se le<br />

haría dar muerte a aquel fraile.<br />

CAPÍTULO XVII<br />

—¡Alabado sea nuestro Señor Jesucristo! —dijo el padre poniendo el candelabro sobre la<br />

mesa.<br />

<strong>Goldmundo</strong> respondió a su saludo murmurando, con la vista baja.<br />

El religioso permaneció callado. Esperó callado hasta que <strong>Goldmundo</strong> se desasosegó y<br />

dirigió hacia él los ojos, inquiridor.<br />

Turbado, veía ahora que aquel hombre no sólo llevaba el hábito de los monjes de<br />

Mariabronn sino que, además, ostentaba las insignias de abad.<br />

Lo miró al rostro. Era un rostro enjuto, de rasgos firmes y claros, de labios finos. Le<br />

resultaba conocido. Contemplaba encantado aquel rostro que parecía hecho de espíritu y<br />

voluntad. Con mano insegura, cogió el candelabro y, alzándolo en alto, lo acercó a aquella<br />

cara extraña para poder verle los ojos. Y se los vio; el candelabro le temblaba en la mano<br />

cuando volvió a colocarlo sobre la mesa.<br />

—¡<strong>Narciso</strong>! —susurró casi imperceptiblemente. Todo empezó a darle vueltas en derredor.<br />

—Sí, <strong>Goldmundo</strong>, antaño me llamaba <strong>Narciso</strong>, pero has olvidado que hace tiempo cambié de<br />

nombre. Desde que tomé el hábito, me llamo Juan.<br />

<strong>Goldmundo</strong> estaba hondamente impresionado. De súbito, el mundo entero se había<br />

transformado y la repentina descarga de su sobrehumana tensión amenazaba ahogarlo;<br />

temblaba, una sensación de mareo le hacía sentir la cabeza como una vejiga vacía, el<br />

estómago se le contrajo. Tras los ojos notaba una quemazón, que era como un sollozo<br />

incipiente. Todo su ser ansiaba deshacerse en lágrimas y sollozos, caer en desmayo.<br />

Pero de las profundidades de sus recuerdos juveniles, que la visión de <strong>Narciso</strong> había<br />

evocado, surgió una amonestación. Cierta vez, siendo muchacho, había llorado y había<br />

perdido la serenidad ante aquel rostro hermoso y severo, ante aquellos ojos oscuros y<br />

omnisapientes. No debía volver a hacerlo. En el más extraño trance de su vida, tornaba a<br />

aparecer, como un espectro, aquel <strong>Narciso</strong> sin duda para salvarle la vida; ¿e iba él a romper<br />

de nuevo en sollozos o a desmayarse? En modo alguno. Se contuvo. Sofrenó su corazón,<br />

dominó a su estómago, ahuyentó el mareo de su cabeza. No debía mostrar ahora el menor<br />

indicio de flojedad.<br />

Con voz fingidamente tranquila, consiguió decir:<br />

—Permíteme que te siga llamando <strong>Narciso</strong>.<br />

—Sí, llámame <strong>Narciso</strong>, amigo mío. ¿No quieres darme la mano?<br />

<strong>Goldmundo</strong> hubo de volver a dominarse. Y respondió con un tono de arrogancia infantil y<br />

levemente irónico, como el que solía adoptar en los tiempos del colegio.<br />

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