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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

nente nariz de un collado, se encontró, de repente, ante un umbroso tilo, oyó embelesado la<br />

canción de una fuente cuya agua caía de un caño de madera en una pila de madera<br />

también, bebió de aquella agua fresca y exquisita, y distinguió con gran contento unos<br />

tejados de paja elevándose sobre los saúcos cuyas bayas negreaban ya. Más hondamente<br />

que todas estas gratas señales le conmovió el mugir de una vaca que sonó en sus oídos<br />

delicioso, cálido y amable como un saludo y una bienvenida. Se acercó, atisbando, a la<br />

cabaña de la que había partido el mugido. Ante la puerta, sentado en la tierra, hallábase un<br />

muchacho pelirrojo y ojizarco que tenía al lado una olla de barro llena de agua y hacía, con<br />

la tierra y el agua, una masa que embadurnaba ya sus piernas desnudas. Serio y feliz,<br />

estrujaba entre las manos el húmedo lodo, lo veía salir por entre los dedos, hacía bolas con<br />

él, y, para amasarlo y moldearlo, se ayudaba convenientemente de la barbilla.<br />

—¡Hola rapaz! —dijóle <strong>Goldmundo</strong> muy cordial. Pero el pequeño, apenas alzó la mirada y<br />

vio a un extraño, abrió bruscamente la boquita, contrajo el rostro gordezuelo y, a toda<br />

prisa, se metió en la casa a gatas berreando. <strong>Goldmundo</strong> lo siguió y fue a dar a la cocina,<br />

que era muy sombría, y, como él venía del claro fulgor del mediodía, nada pudo distinguir al<br />

principio. Profirió, por si acaso, un saludo devoto, y no le respondieron; mas sobre los<br />

chillidos del asustado chicuelo empezó a percibirse, cada vez más clara, una voz débil y<br />

cascada que trataba de sosegarlo. Finalmente, en medio de la oscuridad, se levantó una<br />

anciana de cuerpo menudo, que se acercó, con una mano ante los ojos a guisa de pantalla,<br />

y se quedó mirando al huésped.<br />

—¡Alabado sea Dios, abuela! — exclamó <strong>Goldmundo</strong>—; y que Él y todos los santos de la<br />

corte celestial te colmen de bendiciones. Hace tres días que no veo rostro humano,<br />

La viejecita le miraba estúpidamente, con ojos de presbicia.<br />

—¿Qué quieres? —preguntó vacilante.<br />

<strong>Goldmundo</strong> le dio la mano y acarició un poco la de ella.<br />

—Quería saludarte, abuelita... y reposar un breve instante y ayudarte a encender el fuego.<br />

Si me ofrecieras un pedazo de pan no te lo rechazaría; pero no tengo prisa.<br />

Vio un banco que estaba unido a la pared y en él se sentó mientras la anciana cortaba un<br />

trozo de pan al rapacín que ahora fijaba la mirada en el forastero, atento y curioso, aunque<br />

siempre pronto a soltar el trapo y escapar. La mujer cortó un segundo trozo de la hogaza y<br />

se lo llevó a <strong>Goldmundo</strong>.<br />

—Gracias —dijo él—. Dios te lo pague.<br />

—¿Tienes la panza vacía? —preguntóle la mujer.<br />

—No, eso no. La tengo llena de arándanos.<br />

—¡Vaya! Come, pues. ¿De dónde vienes?<br />

—De Mariabronn, del convento.<br />

—¿Eres fraile?<br />

—No, fraile no. Soy estudiante. Voy de viaje.<br />

Ella se quedó contemplándolo entre burlona y estúpida, y meneó un instante la cabeza que<br />

descansaba en un cuello avellanado. Le dejó masticar unos bocados y volvió a llevar el niño<br />

al sol. Luego entró de nuevo, curiosa, y preguntó:<br />

—¿Sabes alguna novedad?<br />

—No mucho. ¿Conoces al padre Anselmo?<br />

—No. ¿Qué le pasa?<br />

—Está enfermo.<br />

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