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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

sus robustas esposas exponían a la venta y ponderaban su mercancía, cómo extraían de sus<br />

dornajos y ofrecían a la venta los peces fríos y plateados, y cómo los peces se entregaban a<br />

la muerte con las bocas doloridamente entreabiertas y los ojos de oro angustiosamente<br />

fijos, o bien se resistían a ella con violencia y desesperación. Según le había sucedido en<br />

otras ocasiones, sintió compasión de aquellos animales y un triste disgusto de los hombres;<br />

¿por qué eran tan rudos e insensibles, tan inconcebiblemente necios y estúpidos?, ¿por qué<br />

no veían nada, ni los pescaderos y pescaderas ni los compradores regatones?, ¿por qué no<br />

veían aquellas bocas, aquellos ojos espantados ante la muerte y aquellas colas que batían<br />

con furia?, ¿por qué no veían aquella lucha terrible, inútil, desesperada, aquella insoportable<br />

transformación de los misteriosos animales de maravillosa belleza, y cómo, en la piel<br />

moribunda, se estremecía el último suave temblor y luego se quedaban muertos, apagados,<br />

tendidos, lastimosos trozos de carne para la mesa del complacido comilón? ¡Nada veían<br />

aquellos hombres, nada sabían ni advertían, nada les conmovía! Les era indiferente que un<br />

pobre y gracioso animalillo reventara ante sus ojos o que un maestro reflejara en la cara de<br />

un santo toda la esperanza, toda la nobleza, todo el sufrimiento y toda la oscura y<br />

ahogadora angustia de la vida humana, hasta el escalofrío; ¡Nada veían, nada les<br />

impresionaba! Todos estaban entregados a sus diversiones o quehaceres, se daban<br />

importancia, se daban prisa, gritaban, reían y regoldaban, hacían ruido, hacían chistes,<br />

ponían el grito en el cielo por dos ochavos, y todos se sentían satisfechos, y en paz consigo<br />

mismos y contentos del mundo. ¡Y eran unos cerdos, ah, mil veces peores y repugnantes<br />

que cerdos! Es verdad que él había estado a menudo con ellos, se había sentido alegre<br />

entre iguales, había andado tras las faldas, había comido riendo y sin horror pescado frito.<br />

Pero una y otra vez, con frecuencia de repente, como por ensalmo, habían huido de él la<br />

alegría y la tranquilidad, una y otra vez se había derretido aquella ilusión grasa y gruesa,<br />

aquel engreimiento, aquella arrogancia y perezosa tranquilidad del alma, y ello lo había<br />

arrastrado a la soledad y a la meditación, a la peregrinación, a la reflexión sobre el<br />

sufrimiento, la muerte, la vanidad de todo quehacer, a clavar la mirada en el abismo. A las<br />

veces, de su desesperado entregarse a la contemplación de lo fútil y terrible, prorrumpíale<br />

una alegría, un amor impetuoso, ganas de cantar una hermosa canción o de dibujar, o bien,<br />

al oler una flor o al jugar con un gato, le volvía la infantil consonancia con la vida. También<br />

ahora le volvería, mañana o pasado, y el mundo sería otra vez bueno, magnífico. Hasta que<br />

retornara lo otro, la tristeza, las cavilaciones, el amor desesperado y angustioso por los<br />

peces agonizantes y las flores que se marchitan, el horror por la vida vulgar, el<br />

papanatismo, la ceguera, estúpidos y puercos, de los hombres. En esos momentos, no<br />

podía dejar de pensar, con dolorosa curiosidad, con honda congoja, en Víctor, el escolar<br />

errante, a quien había clavado el cuchillo entre las costillas y había dejado tendido, bañado<br />

en sangre, sobre las ramas de abeto; y no podía dejar de reflexionar y cavilar en lo que<br />

sería ahora de él, si los animales lo habrían devorado por completo o si habría quedado algo<br />

de él. Sí, sin duda habían quedado los huesos y quizás unos mechones de cabello. Y los<br />

huesos... ¿en qué se convierten? ¿Cuánto tiempo se precisa, decenios o sólo años, para que<br />

también ellos pierdan su forma y se vuelvan tierra? Ah, hoy, mientras contemplaba con<br />

compasión a los peces y con repugnancia a la gente del mercado, el corazón lleno de<br />

angustiada melancolía y de acerba hostilidad contra todo el mundo y contra sí mismo, tuvo<br />

que pensar en Víctor. ¿Habríanlo acaso encontrado y sepultado? Y en tal caso, ¿se le habría<br />

ya desprendido toda la carne de los huesos, estaría ya todo podrido, se lo habrían comido<br />

ya todo los gusanos? ¿Quedarían aún pelos en su cráneo y algo de las cejas sobre las<br />

cuencas de los ojos? Y de la vida de Víctor, tan llena de aventuras e historias y de aquel<br />

fantástico juego de bromas y chistes maravillosos, ¿qué había quedado? Aparte de los pocos<br />

vagos recuerdos que de él guardaba su asesino, ¿seguía aún viviendo algo de aquella<br />

existencia humana, que no había sido, por cierto, de las más vulgares y corrientes? ¿Habría<br />

todavía un Víctor en los sueños de las mujeres que en otro tiempo había amado? ¡Ah, todo<br />

se había desvanecido y disgregado! Y lo propio le sucedía a todos y a todo, florecía<br />

rápidamente y rápidamente se secaba y desaparecía, y luego caía encima la nieve. ¡Cómo<br />

florecía todo dentro de su alma cuando, años atrás, había llegado a aquella ciudad, ávido de<br />

arte, lleno de medrosa y profunda veneración hacia el maestro Nicolao! ¿Qué quedaba de<br />

todo aquello? Nada, no más que lo que quedaba del alto cuerpo de hampón del pobre<br />

Víctor. Si alguien le hubiese dicho entonces que llegaría un día en que el maestro Nicolao le<br />

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