Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres
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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />
Entretanto, sin hacer caso de los dolores, intentó librarse de las cuerdas con los dientes.<br />
Tras furiosos esfuerzos, le pareció, al cabo de un rato atrozmente largo, que las había<br />
aflojado un poco. En la siniestra noche de su cautiverio, jadeaba y los brazos y las manos,<br />
hinchados, le causaban espantoso dolor. Cuando volvió a respirar con desembarazo, marchó<br />
tentando con cuidado a lo largo de la pared, registró, paso a paso, el húmedo muro de la<br />
bodega por ver si encontraba alguna arista saliente. Acordóse entonces de los escalones<br />
que había bajado al entrar en aquella mazmorra. Los buscó y dio con ellos. Se arrodilló en<br />
el suelo y se puso a rozar la cuerda en el borde de uno de los pétreos peldaños. No fue<br />
empresa fácil; repetidas veces, en lugar de la cuerda era la muñeca la que restregaba<br />
contra la piedra y entonces parecía que se la quemaran y sentía correr la sangre. No por<br />
eso desistió. Y cuando ya entre la puerta y el umbral se percibía una miserable y estrecha<br />
franja del gris resplandor del alba, dio término a su empeño. ¡La cuerda estaba rota, podía<br />
desatarla, tenía las manos libres! Pero apenas si era capaz de mover un dedo, las manos se<br />
hallaban tumefactas y paralizadas, y los brazos, hasta los hombros, rígidamente<br />
acalambrados. Los movió y ejercitó para que volviera a circular la sangre, Pues ahora tenía<br />
un plan que le parecía excelente.<br />
Si no podía conseguir que el cura lo ayudase, lo mataría. Bastaba para ello que se quedase<br />
a solas con él unos instantes. Le asestaría un silletazo. Estrangularlo no le sería posible, por<br />
faltarle fuerza en las manos y los brazos. Todo se reducía, pues, a matarlo de unos golpes<br />
bien dados, ponerse sus vestidos eclesiásticos y huir. Antes de que los otros descubrieran el<br />
muerto, debía estar fuera del castillo. Y luego correr y correr. María le dejaría entrar en su<br />
casa y lo escondería. Debía intentarlo. Era factible.<br />
Nunca en su vida había <strong>Goldmundo</strong> contemplado, aguardado, ansiado y, a la vez, temido la<br />
llegada de la aurora como en este trance. Temblando de tensión y determinación, atisbaba<br />
con ojos de cazador cómo la menguada raya de luz de debajo de la puerta iba haciéndose<br />
cada vez más clara. Volvió junto a la mesa y, sentándose en el escabel, trató de<br />
permanecer con el cuerpo doblado y las manos entre las rodillas para que no pudiera<br />
descubrirse en seguida la ausencia de las ataduras. Como tenía las manos libres, ya no<br />
creía en la muerte. Estaba resuelto a escaparse aunque se hundiera el mundo. Estaba<br />
resuelto a vivir a toda costa. La nariz le temblaba de afán de libertad y de vida. Y, ¿quién<br />
sabe?, tal vez le ayudaran desde afuera. Inés era mujer, y su poder no iba muy lejos y<br />
acaso tampoco su coraje; estaba dentro de lo posible que lo abandonara. Pero lo amaba y<br />
quizás hiciera algo por él. Quizá Berta, la doncella, había salido a hurto del palacio. .. ¿Y no<br />
había, además, un palafrenero que ella tenía por hombre de confianza? Y aunque no<br />
apareciera nadie ni recibiera el menor recado, llevaría a cabo su plan. Y si fracasaba,<br />
mataría a silletazos a los guardianes, a dos, a tres, a los que vinieran. Tenía la ventaja de<br />
que ahora sus ojos se habían ya acostumbrado a aquella oscura estancia y podía distinguir,<br />
en medio de la penumbra, todas las formas y volúmenes, en tanto que los otros estarían al<br />
principio enteramente ciegos.<br />
Afiebrado, permanecía encogido junto a la mesa, pensando en lo que le diría al sacerdote<br />
para conseguir su ayuda, pues por ahí tenía que empezar. Al mismo tiempo, observaba<br />
ansioso el lento crecer de la luz en la rendija. Anhelaba ahora ardientemente que llegara el<br />
momento horas antes tan temido, poseíale una tremenda impaciencia; la terrible tensión<br />
que sentía resultábale ya insoportable. Por otra parte, sus fuerzas, su atención, su<br />
determinación y vigilancia se irían debilitando gradualmente. Era menester que el centinela<br />
y el clérigo llegasen pronto, mientras guardaran todo su brío aquella tensa alerta, aquella<br />
resuelta voluntad de salvarse.<br />
Por fin se despertaba el mundo exterior, se acercaba el enemigo. Oyéronse pasos en el<br />
pavimento del patio, alguien introdujo e hizo girar la llave en la cerradura; tras la larga y<br />
mortal quietud, aquellos ruidos sonaban como truenos.<br />
La pesada puerta se entreabrió lentamente, sus goznes crujieron. Entró un eclesiástico, sin<br />
compañía, sin guardia alguno. Entró solo, llevando en la mano un candelabro con dos cirios.<br />
Todo acontecía otra vez de modo diferente de como el cautivo se lo había imaginado.<br />
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