Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres
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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />
<strong>Goldmundo</strong> sonreía contento y un tanto confundido. Con la voz apagada y tranquila que<br />
tenía en sus momentos de lucidez, dijo:<br />
—Después que me libraste de la horca y emprendimos la marcha hacia aquí, te pregunté<br />
por mi caballo Careto y supiste darme noticia de él. Entonces vi que tú, que apenas si sabes<br />
diferenciar los caballos, te habías preocupado del mío. Comprendí que lo habías hecho por<br />
mí y eso me llenó de alegría. Ahora veo que no me engañaba y que, en efecto, me has<br />
amado. También yo te amé siempre, <strong>Narciso</strong>; la mitad de mi vida ha sido un esfuerzo por<br />
ganarte. Sabía que también tú me tenías cariño pero nunca hubiese creído que tú, hombre<br />
orgulloso, llegaras un día a decírmelo. Ahora me lo has dicho, en un momento que ninguna<br />
otra cosa tengo, en que la vida errante y la libertad, el mundo y las mujeres me han<br />
abandonado. Lo recibo infinitamente reconocido.<br />
La efigie de Lidia-María, que se alzaba en la pieza, miraba la escena.<br />
—¿Piensas siempre en la muerte? —preguntó <strong>Narciso</strong>.<br />
—Sí, pienso en ella y en lo que ha sido mi vida. Cuando mozuelo, cuando era aún tu<br />
discípulo, ansiaba llegar a convertirme en un hombre tan cultivado y erudito como tú. Pero<br />
tú me revelaste que no era ese mi camino. Y entonces me eché del otro lado de la vida, del<br />
de los sentidos, y las mujeres me ayudaron a descubrir allí mi deleite, porque son muy<br />
complacientes y anhelosas. No quisiera, sin embargo, hablar de ellas con desprecio, ni<br />
tampoco de la sensualidad, pues muchas veces me hicieron sentirme felíz. Y también he<br />
tenido la fortuna de experimentar que la sensualidad puede ser elevada y sublimada. Y de<br />
aquí nace el arte. Mas ahora ambas llamas se han apagado. Ya no puedo gozar de la dicha<br />
animalesca de la carnalidad... ni podría gozarla aunque las mujeres continuaran<br />
persiguiéndome. Y en cuanto a crear obras de arte, tampoco siento ya tal deseo, ya he<br />
hecho bastantes figuras, no es cuestión de número. Por eso, ha llegado para mí el momento<br />
de morir. Estoy pronto para ello y además siento curiosidad.<br />
—¿Por qué curiosidad? —preguntó <strong>Narciso</strong>.<br />
—Sí, aunque parezca un poco necio, siento curiosidad. No por el más allá que no me<br />
preocupa y en el que, para decirlo con toda franqueza, no creo. No existe ningún más allá.<br />
El árbol seco está definitivamente muerto, el pájaro aterido jamás vuelve a la vida; y lo<br />
mismo le acontece al hombre en cuanto fenece. Cuando se ha ido, pueden seguir pensando<br />
en él por algún tiempo todavía, pero tampoco esto dura mucho. No, siento curiosidad por la<br />
muerte únicamente porque sigo creyendo o soñando que me hallo en camino hacia mi<br />
madre. Tengo la esperanza de que la muerte será una inmensa dicha, una dicha tan grande<br />
como el primer abrazo amoroso. No puedo apartar de mí el pen-<br />
samiento de que, en lugar de la muerte con su guadaña, será mi madre la que me llevará<br />
de nuevo hacia sí, reintegrándome al no ser y a la inocencia.<br />
En una de las últimas visitas, tras varios días en que el amigo permaneció en silencio,<br />
<strong>Narciso</strong> volvió a encontrarlo despabilado y hablador.<br />
—El padre Antonio dice que debes tener grandes dolores. ¿Cómo te arreglas para<br />
soportarlos con tanta serenidad? Llego a creer que ahora has encontrado la paz.<br />
—¿Te refieres a la paz con Dios? No, esa paz no la he encontrado. No quiero paz con Él. Ha<br />
hecho mal el mundo, no merece nuestras alabanzas, aparte de que a él poco ha de dársele<br />
de que yo lo ensalce o no. Ha hecho mal el mundo. En cambio sí hice las paces con los<br />
dolores de mi pecho. Antaño, no podía soportar los dolores, y aunque, en ocasiones, creía<br />
que la muerte me resultaría llevadera, era un error. Cuando la cosa se puso seria, aquella<br />
noche que pasé en la cárcel del conde Enrique, claramente se vio: sencillamente, no podía<br />
morir, era aún demasiado fuerte e indómito, hubiesen tenido que matar por segunda vez<br />
cada uno de mis miembros. Ahora, en cambio, es distinto.<br />
El hablar lo fatigaba y su voz se hizo más débil. <strong>Narciso</strong> le rogó que evitara todo esfuerzo.<br />
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