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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

su interior reinaba cabal armonía y no lo asombraba duda alguna. La que mejor le salió, en<br />

su opinión, fue la que llevaba los rasgos del abad Daniel; teníale gran cariño porque su<br />

rostro irradiaba inocencia y bondad. No estaba tan contento con la imagen del maestro<br />

Nicolao, aunque era la que más celebraba Erico. Trasuntaba esta imagen cierta disonancia y<br />

tristeza; parecía estar llena de elevados proyectos creadores y, a la vez, de una<br />

desesperada conciencia de la futilidad de toda labor creadora, llena de tristeza por la<br />

inocencia y la unidad perdidas.<br />

Cuando estuvo concluida la efigie del abad Daniel, le hizo limpiar a Erico el taller. Cubrió con<br />

telas lo demás de la obra y sólo dejó al descubierto esa figura. Luego se fue a ver a <strong>Narciso</strong>,<br />

y como éste estuviese ocupado esperó pacientemente hasta el día siguiente. A mediodía<br />

condujo al taller a su amigo y le enseñó la escultura.<br />

<strong>Narciso</strong> se puso a contemplarla. La examinó con calma, con la atención y cuidado del<br />

erudito. <strong>Goldmundo</strong> permanecía tras él, silencioso, esforzándose por dominar el tumulto de<br />

su corazón. "Ah —pensaba—, si uno de los dos no saliera airoso de este trance, todo se<br />

echaría a rodar. Si mi obra no fuese lo bastante buena o si él no llegase a comprenderla, mi<br />

labor aquí habrá sido en vano. Debía esperarlo."<br />

Los minutos le parecían horas, recordaba el momento en que el maestro Nicolao examinara<br />

su primer dibujo; lleno de tensión, se estrujaba las manos húmedas y ardientes.<br />

<strong>Narciso</strong> se volvió hacia él; y, súbitamente, se sintió aliviado. En el enjuto rostro del amigo<br />

vio que florecía algo que no había vuelto a percibir desde los años de la adolescencia: una<br />

sonrisa, una sonrisa casi tímida en aquel rostro lleno de espíritu y voluntad, una sonrisa de<br />

amor y devoción, un leve resplandor, como si la expresión distante y orgullosa de aquel<br />

semblante se hubiese disipado de pronto y sólo apareciera un corazón lleno de amor.<br />

—<strong>Goldmundo</strong> —le dijo <strong>Narciso</strong> quedamente, midiendo, también ahora, las palabras—. No<br />

esperes de mí que me convierta repentinamente en un entendido en cosas de arte. No lo<br />

soy, tú bien lo sabes. Lo que pueda opinar sobre tu arte te haría reír. Pero permíteme que<br />

te diga que ya al primer golpe reconocí en este apóstol a nuestro abad Daniel, y no sólo a él<br />

sino también todo lo que él representó antaño para nosotros: la dignidad, la bondad, la<br />

sencillez. Vuelvo a ver ante mí al finado padre Daniel, inspirándome el mismo sentimiento<br />

de respeto que en nuestra mocedad nos inspiraba, y, con él, todo lo que entonces era para<br />

nosotros santo y que nos hace tan inolvidables aquellos tiempos. No sabes, amigo, el<br />

inapreciable regalo que me has hecho con esta imagen, pues no sólo me has devuelto a<br />

nuestro abad Daniel sino que, por vez primera, te me has revelado del todo. Ahora ya sé<br />

quién eres. No hablemos más de esto, no me es permitido hacerlo. ¡Ah, <strong>Goldmundo</strong>, cuan<br />

maravilloso que haya llegado este momento!<br />

Reinaba el silencio en la amplia estancia. <strong>Goldmundo</strong> advertía que su amigo estaba<br />

hondamente conmovido. La turbación lo ahogaba.<br />

—Lo que me dices me llena de alegría —le dijo sencillamente—. Pero ya es hora de que te<br />

vayas a almorzar.<br />

CAPÍTULO XIX<br />

Dos años trabajó <strong>Goldmundo</strong> en aquella obra y, al cabo de ellos, Erico se convirtió en su<br />

aprendiz permanente. En la talla de la escalera representó un pequeño paraíso, y fue<br />

grande el placer que le deparó labrar aquella graciosa espesura de árboles, ramaje, y<br />

hierba, con pájaros en las ramas y cuerpos y cabezas de animales surgiendo por todas<br />

partes de entre la fronda. En medio de aquel primitivo vergel que crecía en paz, reprodujo<br />

algunas escenas de la vida de los patriarcas. Raramente su afanoso quehacer<br />

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