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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

había ido a la escuela en su mocedad, pero luego se había dado a la vida mundana y a la<br />

guerra hasta que, encontrándose gravemente enfermo, recibió una advertencia divina que<br />

le impulsó a vestir el sayal del peregrino y expiar los pecados de su juventud. Visitó a Roma<br />

y llegó hasta Constantinopla, y a su regreso se encontró con que su padre había muerto y la<br />

casa estaba vacía; hizo en ella morada, se casó, perdió la mujer, crió a las hijas, y ahora,<br />

en los umbrales de la vejez, había emprendido la tarea de escribir una detallada relación de<br />

sus peregrinaciones de antaño. Tenía ya compuestos varios capítulos, pero —según<br />

confesaba al joven— su latín era muy deficiente y tropezaba con no pocos obstáculos para<br />

expresarse en él. Ofrecía, por eso, a <strong>Goldmundo</strong> un vestido nuevo y hospedaje completo y<br />

gratuito si accedía a corregirle lo ya escrito y ponérselo en limpio y, además, a ayudarle a<br />

redactar lo que faltaba.<br />

Era otoño y Goídmundo sabía muy bien lo que eso significaba para un vagabundo. Por otra<br />

parte, el traje nuevo era un regalo muy estimable. Pero lo que al mozo más le placía era la<br />

perspectiva de permanecer largo tiempo en la misma casa con las dos bellas hermanas.<br />

Contestó, sin vacilar, que sí. Pocos días después el ama de llaves hubo de abrir el armario<br />

de los paños y allí apareció uno muy hermoso de color castaño con el que se mandó hacer<br />

un traje y una gorra para <strong>Goldmundo</strong>. El caballero había pensado que el traje fuera de color<br />

negro y tuviera cierta traza académica; pero el huésped, a quien desagradaba tal proyecto,<br />

supo disuadirlo, y, de este modo, vino a ser dueño de un lindo vestido, medio de paje,<br />

medio de cazador, que le sentaba muy bien.<br />

Tampoco le fue mal con el latín. Leyeron juntos lo hasta allí escrito y <strong>Goldmundo</strong> no sólo<br />

enmendó los muchos vocablos inadecuados e incorrectos sino que, además, rehizo aquí y<br />

allá los breves y torpes párrafos del caballero, convirtiéndolos en hermosos períodos latinos<br />

perfectamente construidos y con una impecable consecutio temporum. El caballero estaba<br />

que no cabía en sí de gozo y no regateaba las alabanzas. Cada día dedicaban por lo menos<br />

dos horas a este menester.<br />

En el castillo —que era más bien una amplia casa de labranza fortificada— halló <strong>Goldmundo</strong><br />

varios entretenimientos. Participaba en la caza, el cazador Enrique le enseñó a tirar con la<br />

ballesta, se hizo amigo de los perros y podía cabalgar cuanto le viniera en gana. Raras<br />

veces se le veía solo; ora conversaba con un can o un caballo, ora con Enrique o con el ama<br />

de llaves, Lea, anciana corpulenta de voz masculina y muy dada a la chanza y a la risa, o<br />

con el criado que cuidaba de los perros o con algún pastor. Hubiese sido fácil tener amoríos<br />

con la mujer del molinero, que vivía cerca, mas él se contenía y se hacía el inexperto.<br />

Las dos hijas del caballero le gustaban sobremanera. La menor era la más hermosa, pero<br />

tan esquiva que apenas hablaba palabra con él. Acercábase a ellas con extremada<br />

consideración y cortesía pero ambas sentían su presencia como una constante solicitación.<br />

La joven se cerraba enteramente, altiva por timidez. La mayor, Lidia, adoptó hacia él una<br />

singular actitud; lo trataba entre respetuosa y burlona como a un bicho raro, prodigio de<br />

erudición, le planteaba muchas curiosas preguntas, le pedía que le hablase de la vida en el<br />

convento, pero siempre con cierto tonillo de guasa y aire de femenina superioridad. Él todo<br />

lo toleraba, trataba a Lidia como una dama y a Julia como una monjilla, y cuando conseguía<br />

retener con su labia a las muchachas, en la sobremesa de la cena, más de lo acostumbrado,<br />

o si alguna vez en el patio o el jardín Lidia le dirigía la palabra y se permitía alguna broma,<br />

sentíase contento, convencido de haber hecho un progreso.<br />

En aquel otoño perduró largamente el follaje de los altos fresnos del patio y en el jardín<br />

siguió habiendo ámelos y rosas por mucho tiempo. Un día hubo visita, la del dueño de una<br />

heredad colindante con su mujer y un criado que llegaron a caballo; lo apacible del día los<br />

había animado a hacer una larga excursión y ahora pedían pasar allí la noche. Se les recibió<br />

con gran gentileza; la cama de <strong>Goldmundo</strong> fue trasladada en seguida de la habitación de los<br />

huéspedes al despacho, aparejándose la pieza para los visitantes; matáronse unas gallinas<br />

y se mandó a buscar pescado al molino. <strong>Goldmundo</strong> tomó parte en el alegre trajín y advirtió<br />

de contado que la dama forastera se había fijado en él. Y no bien hubo descubierto, por su<br />

voz y por algo especial de su mirada, la complacencia y el anhelo de la dama, descubrió<br />

también, con acrecido interés, que Lidia experimentaba un cambio, se volvía callada y<br />

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