Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres
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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />
que pasar todos. No por eso se puede decir que esté enfermo del alma.<br />
—No, reverendo padre, por eso sólo no. Pero <strong>Goldmundo</strong> venía ya estando enfermo del<br />
alma, desde hace tiempo, y por esa razón son esas luchas más peligrosas para él que para<br />
otros. Sufre, a mi parecer, porque ha olvidado una parte de su pasado.<br />
—¿Ah sí? ¿Y qué parte?<br />
—Su madre y todo lo que con ella se relaciona. Tampoco yo sé nada concreto sobre esto; lo<br />
único que sé es que ahí debe estar la raíz de su enfermedad. Aparentemente <strong>Goldmundo</strong> no<br />
conoce nada de su madre por haberla perdido temprano. Pero da la impresión de que se<br />
avergonzara de ella. Y, sin embargo, de ella ha debido heredar las más de sus prendas,<br />
pues, por lo que de su padre cuenta, sorprende que haya podido éste tener un hijo tan<br />
gallardo, tan inteligente y de tanta personalidad. Estas cosas no las sé por haberlas oído<br />
sino que las deduzco de ciertos indicios.<br />
El abad, que al principio se había burlado un poco en su interior de aquellas manifestaciones<br />
por estimarlas impertinentes y presuntuosas, y a quien todo el asunto resultaba enojoso y<br />
molesto, empezó a reflexionar. Recordó al padre de <strong>Goldmundo</strong>, aquel sujeto un tanto<br />
amanerado y reservado, y también recordó, de pronto, ciertas palabras que le oyera sobre<br />
la madre de <strong>Goldmundo</strong>. Según él, había sido su oprobio y su vergüenza, y lo había<br />
abandonado, por lo que puso el mayor empeño en borrar en el hijo el recuerdo de la madre<br />
y reprimir todas las malas inclinaciones que pudiera haber heredado de ella. Aseguraba<br />
haber alcanzado felizmente su propósito y que el muchacho,<br />
para expiar las faltas de la madre, estaba dispuesto a consagrar su vida a Dios.<br />
Nunca le había resultado <strong>Narciso</strong> al abad menos grato que ahora. Y sin embargo... ¡qué bien<br />
había acertado el caviloso, qué bien parecía conocer a <strong>Goldmundo</strong>!<br />
Interrogado de nuevo, para terminar, sobre lo acontecido en aquel día, dijo <strong>Narciso</strong>:<br />
—Yo no me propuse provocar la violenta conmoción que hoy experimentó <strong>Goldmundo</strong>. Le<br />
recordé que no se conoce a sí mismo, que se ha olvidado de su infancia y de su madre.<br />
Alguna de mis palabras ha debido herirle y penetrar en la oscuridad contra la que lucha<br />
desde hace ya tiempo. Estaba como privado de espíritu, me miraba como si ya no me<br />
conociera ni se conociera a sí mismo. Muchas veces le había dicho que estaba dormido, que<br />
no se hallaba verdaderamente despierto. Ahora se ha despertado, no tengo la menor duda.<br />
El abad lo despidió sin reprimenda aunque prohibiéndole que, por el momento, fuese a ver<br />
al doliente.<br />
Mientras tanto, el padre Anselmo había hecho acostar en una cama al desmayado y se<br />
sentó a su vera. No juzgó indicado hacerlo volver en sí por procedimientos enérgicos. El<br />
joven tenía muy mal aspecto. Aquel anciano de rostro bueno y arrugado contemplaba al<br />
muchacho con expresión afectuosa. Empezó tomándole el pulso y auscultándole el corazón.<br />
No hay duda —pensaba—; el mozo ha comido algo que no debía, se ha dado un atracón de<br />
acederillas o cosa por el estilo; bien se echa de ver. No pudo examinarle la lengua. A<br />
<strong>Goldmundo</strong> le tenía simpatía, pero, en cambio, a su amigo, a aquel precoz profesor tan<br />
excesivamente joven, no lo podía aguantar. Y con razón. De seguro que <strong>Narciso</strong> era uno de<br />
los culpables del estúpido episodio. ¿Qué necesidad tenía este muchacho tan sano y tan<br />
fresco, con sus ojos zarcos, qué necesidad tenía esta alma dulce y sencilla de trabar<br />
amistad precisamente con ese arrogante erudito, con ese vacuo gramático que estima más<br />
importante su griego que todo lo que hay de vivo en el mundo?<br />
Cuando, después de un largo rato, se abrió la puerta y entró el abad, el padre seguía<br />
sentado y con la mirada fija en la cara del desmayado. ¡Qué rostro amable, joven, candido!<br />
Estaba a su lado, debía curarlo y pensaba que probablemente no le sería posible. El<br />
desvanecimiento podía, ciertamente, provenir de un cólico; le prescribiría vino caliente,<br />
quizá ruibarbo. Pero cuanto más miraba aquella faz desencajada y de verdosa palidez, más<br />
se inclinaban sus sospechas hacia otro lado, más peligroso. El padre Anselmo tenía<br />
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