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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

y, evidentemente, no estaba desprovista de peligros, pero, como no dudaba de su pureza,<br />

dejó que las cosas siguieran su curso. Si <strong>Narciso</strong> no ocupara un singular lugar intermedio<br />

entre alumnos y profesores, el abad no hubiese vacilado en dictar algunas ordenanzas que<br />

separaran a unos de otros. No era bueno para <strong>Goldmundo</strong> apartarse de sus condiscípulos y<br />

mantener únicamente estrecho trato con uno mayor que él, con un maestro. Pero ¿acaso<br />

estaba bien poner estorbos en su carrera excepcional a <strong>Narciso</strong>, al extraordinario e<br />

inteligentísimo <strong>Narciso</strong> a quien todos los profesores consideraban como igual y aun superior<br />

en lo intelectual, alejándolo de las tareas docentes? Si <strong>Narciso</strong> no hubiese demostrado que<br />

era un excelente profesor, si su amistad lo hubiese arrastrado a la negligencia y la<br />

parcialidad, lo habría retirado inmediatamente. Pero contra él no había nada concreto, sino<br />

sólo las murmuraciones y las envidiosas sospechas de los otros. Por otra parte, el abad<br />

estaba enterado de las dotes singulares de <strong>Narciso</strong>, de su penetrante aunque quizás un<br />

poco presuntuoso conocimiento de los hombres. Si bien no sobrestimaba tales dotes, y<br />

otras le hubiesen agradado más, no dudaba que <strong>Narciso</strong> había descubierto algo en el<br />

estudiante <strong>Goldmundo</strong>, algo singular, y que le conocía mejor que él o que cualquier otro. Al<br />

abad sólo le había llamado la atención en <strong>Goldmundo</strong>, aparte la gracia cautivadora de su<br />

persona, cierto celo precoz e incluso un poco insolente con el que parecía sentirse ya ahora<br />

en el convento, pese a que no era más que un alumno y un huésped, como de la casa y casi<br />

como miembro de la comunidad. Juzgaba que no debía temer que <strong>Narciso</strong> favoreciera, y<br />

mucho menos estimulara, ese celo conmovedor pero inmaturo. Más bien había que temer<br />

respecto a <strong>Goldmundo</strong> que su amigo le contagiara una cierta adustez y orgullo intelectual.<br />

Con todo, no creía que en este caso fuese grande el peligro, y podía correrse el albur. Al<br />

pensar en cuánto más fácil, tranquilo y cómodo es para un superior regir hombres comunes<br />

y corrientes que naturalezas excepcionales y fuertes, no podía menos de suspirar y sonreír<br />

a un tiempo. No, no quería dejarse contagiar por la desconfianza, no quería mostrarse<br />

desagradecido habiéndosele encomendado dos individuos de excepción.<br />

<strong>Narciso</strong> cavilaba mucho sobre su amigo. Su raro don de descubrir y captar intuitivamente la<br />

índole y la vocación de los hombres se había pronunciado ya, hacía tiempo, respecto a<br />

<strong>Goldmundo</strong>. La vitalidad de aquel joven, el brillo que irradiaba, hablaban con meridiana<br />

claridad: llevaba en sí todas las señales de una personalidad vigorosa, de un hombre<br />

ricamente dotado, así en los sentidos como en el alma, quizá de un artista, en todo caso, de<br />

un sujeto de gran fuerza de amor cuya vocación y cuya dicha consistían en ser inflamable y<br />

en su capacidad de entrega y dedicación. ¿Por qué motivo este ser inclinado al amor, este<br />

individuo de sentidos delicados y ricos que con tanta hondura podía gozar y amar del aroma<br />

de una flor, de un amanecer, de un caballo, del vuelo de un pájaro, se había empeñado en<br />

ser hombre espiritual y asceta? Mucho le daba esto que pensar. Sabía que el padre de<br />

<strong>Goldmundo</strong> había favorecido esa afición. Pero ¿podía él haberla originado? ¿Con qué hechizo<br />

había embrujado a su hijo para hacerle creer en esa vocación y ese deber? ¿Qué clase de<br />

hombre sería el padre? Aunque muy a menudo había llevado la conversación a tratar de él,<br />

y <strong>Goldmundo</strong> había hablado bastante, <strong>Narciso</strong> no podía representárselo, no podía verlo. ¿No<br />

era esto ya extraño y sospechoso? Cuando <strong>Goldmundo</strong> le hablaba de una trucha que había<br />

apresado en su infancia, cuando describía una mariposa, imitaba el grito de un pájaro o<br />

hablaba de un camarada, de un perro o de un mendigo, surgían imágenes y podía verse<br />

algo. Cuando hablaba de su padre, no se veía nada. No; si el padre fuera realmente en la<br />

vida de <strong>Goldmundo</strong> una figura tan importante, tan poderosa, tan dominadora, lo hubiera<br />

descrito de otro modo, hubiese podido presentar otras imágenes de él. <strong>Narciso</strong> no tenía un<br />

alto concepto del padre, no le agradaba; a las veces, hasta dudaba de que fuese en verdad<br />

su padre. Era un ídolo vano. Mas ¿de dónde le venía esa fuerza? ¿Cómo había podido llenar<br />

el alma de <strong>Goldmundo</strong> de sueños tan extraños a la esencia de esa alma?<br />

También <strong>Goldmundo</strong> cavilaba no poco. Por seguro que se sintiese del entrañable amor de su<br />

amigo experimentaba constantemente la penosa sensación de que no lo tomaba muy en<br />

serio y de que le trataba un poco como a un niño. ¿Y qué significaba eso, que siempre le<br />

repetía, de que no era como él?<br />

Esas cavilaciones no le absorbían, sin embargo, días enteros. No era <strong>Goldmundo</strong> capaz de<br />

prolongadas meditaciones. Otras cosas había que hacer a lo largo del día. Iba con<br />

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