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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

la puerta por puro azar infortunado. Pero no lo creía. Había caído en una trampa, estaba<br />

perdido; sin duda, alguno le había visto cuando se introdujo aquí. Le costaría la cabeza.<br />

Temblaba en medio de la oscuridad; y, de repente, recordó las últimas palabras de Inés:<br />

"¡No me traiciones!" No, no la traicionaría. El corazón le martillaba, pero su decisión le dio<br />

bríos y apretó los dientes obstinado.<br />

Todo esto había acaecido en pocos segundos. Ahora se abrió la puerta del otro lado y entró<br />

el conde, saliendo de la alcoba de Inés, con un candelero en la mano izquierda y una<br />

espada desnuda en la derecha. En el mismo instante, <strong>Goldmundo</strong> arrebató con rápido<br />

ademán algunos de los vestidos y mantos que colgaban a su alrededor y se los guardó bajo<br />

el brazo. Trataría de hacerse pasar por un ladrón, lo que tal vez le sirviese de escapatoria.<br />

El conde lo vio en seguida. Se acercó paso a paso.<br />

—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? Responde o te atravieso.<br />

—Perdonad —murmuró <strong>Goldmundo</strong>—. ¡Soy tan pobre y vos tan rico! Os devuelvo, señor,<br />

cuanto os he robado; ahí lo tenéis.<br />

Y puso las ropas en el suelo.<br />

—Ah, ¿de manera que has venido a robar? No has revelado mucha inteligencia al arriesgar<br />

la vida por un manto viejo. ¿Eres vecino de la ciudad?<br />

—No lo soy, señor, no tengo hogar. Compadeceos de mí...<br />

—¡Basta! Me gustaría saber si no tendrías también la intención de molestar a la señora.<br />

Pero como, de todos modos, irás a la horca, no precisamos indagar más. El robo es<br />

suficiente.<br />

Golpeó fuertemente en la puerta cerrada y gritó:<br />

—¿Estáis ahí? ¡Abrid!<br />

Abrióse por fuera la puerta y entraron tres peones con sendas espadas desenvainadas.<br />

—¡Atadlo bien! —ordenó el conde con la voz ronca de sarcasmo y orgullo—. Es un<br />

vagabundo que acaba de robar aquí. Sujetadlo fuertemente y mañana temprano me lo<br />

colgáis de la horca.<br />

Le ligaron las manos sin que él ofreciera resistencia. Luego lo condujeron por el largo pasillo<br />

y escaleras abajo hasta el patio interior; un sirviente marchaba delante con una antorcha.<br />

Se detuvieron ante la redonda y herrada puerta de un sótano, hubo discusiones y<br />

reproches, faltaba la llave de la puerta; uno de los peones tomó en sus manos la antorcha y<br />

el doméstico fue en busca de la llave. Los tres hombres armados y el preso quedaron<br />

esperando ante la puerta. El que tenía la luz le iluminó curioso el rostro al cautivo. En aquel<br />

instante se acercaron dos de los clérigos que en tan crecido número se hospedaban en el<br />

palacio; venían de la capilla, se detuvieron delante del grupo y se quedaron contemplando<br />

aquella escena nocturna.<br />

<strong>Goldmundo</strong> ni reparó en los clérigos ni miraba a sus guardianes. No podía ver otra cosa que<br />

la luz levemente llameante que tenía junto al rostro y que lo encandilaba. Y detrás de la luz,<br />

en una espantosa penumbra, veía algo más, algo informe, enorme, fantasmal: el abismo, el<br />

final, la muerte. Permanecía con la mirada fija sin ver ni oír nada. Uno de los curas se puso<br />

a conversar por lo bajo con los criados, muy interesado. Cuando supo que aquel hombre iba<br />

a ser ejecutado por ladrón, preguntó si se había ya confesado. Le dijeron que no porque<br />

acababan de cogerlo con las manos en la masa.<br />

—En ese caso —dijo el padre—, mañana, antes de la misa del alba, le llevaré los santos<br />

sacramentos y lo confesaré. Vosotros me responderéis de que no lo sacarán antes. Ahora<br />

mismo voy a hablar con el conde. Por muy ladrón que sea, tiene derecho, como cristiano, a<br />

un confesor y a recibir los sacramentos.<br />

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