Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres
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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />
artístico, de su íntimo amor por el arte, de aquel rabioso encono que a veces sentía contra<br />
él. No por la vía del pensamiento sino por la de la sensibilidad, en muy variadas metáforas,<br />
adivinaba que el arte era una conjunción del mundo paterno y del materno, de espíritu y<br />
sangre; podía comenzar en lo más sensorial y conducir a lo más abstracto, o bien tener su<br />
inicio en un puro mundo de ideas y concluir en la carne más sangrienta. Las obras de arte<br />
realmente excelsas, que no eran simplemente hábiles malabarismos sino que estaban llenas<br />
del misterio eterno, como por ejemplo aquella Virgen del maestro, las obras de arte<br />
auténticas e indubitables presentaban aquella peligrosa y sonriente doble faz, aquella<br />
sustancia masculina-femenina, aquella integración de lo impulsivo y la pura espiritualidad. Y<br />
esa doble faz aparecería un día del modo más patente en la Madre-Eva, si alguna vez<br />
llegaba a esculpirla.<br />
En el arte y en ser artista radicaba para <strong>Goldmundo</strong> la posibilidad de una armonización de<br />
sus más profundas contraposiciones o, al menos, de una metáfora magnífica y siempre<br />
nueva para el dualismo de su naturaleza. Pero el arte no era un simple regalo, no se<br />
conseguía, en manera alguna, gratuitamente, costaba mucho, exigía sacrificio. Durante más<br />
de tres años habíale <strong>Goldmundo</strong> sacrificado lo que estimaba como más alto e indispensable<br />
después del amor carnal: la libertad. El ser libre, el vagar sin término, la soltura de la vida<br />
errante, la soledad y la independencia, a todo esto había renunciado. Nada se le daba que<br />
otros lo juzgasen caprichoso, rebelde y engreído por abandonar a veces con iracundia el<br />
taller y el trabajo; para él la vida que llevaba era una esclavitud que a menudo lo llenaba de<br />
irritación hasta hacérsele insoportable. No era al maestro a quien tenía que obedecer, ni<br />
tampoco al futuro ni a la necesidad, sino sólo al arte. ¡El arte, esa deidad en apariencia tan<br />
espiritual, precisaba de tantas cosas menudas! Había menester de un techo sobre la cabeza,<br />
había menester de herramientas, de madera, de arcilla, de colores, de oro, requería trabajo<br />
y paciencia. A esa deidad había él sacrificado la salvaje libertad de los bosques, la<br />
fascinación de la lejanía, el goce acerbo del peligro, la altivez de la miseria, y tenía que<br />
estar renovando constantemente este sacrificio, entre ahogos y crujir de dientes.<br />
Una parte de lo sacrificado lo recuperó; tomábase un pequeño desquite de la esclavitud y el<br />
sedentarismo de su vida actual en ciertas aventuras que guardaban relación con el amor, en<br />
las peleas con sus rivales. Toda la salvaje y contenida vehemencia, toda la constreñida<br />
fuerza de su ser prorrumpía como un vapor a presión, por aquel agujero, y llegó a ser un<br />
notorio y temido camorrista. El verse agredido súbitamente en una oscura calleja, cuando<br />
iba a visitar a alguna muchacha o cuando regresaba del baile, y recibir un par de<br />
bastonazos y volverse rápido como un rayo y pasar de la defensa al ataque, y aferrar,<br />
acezando, al acezante enemigo y golpearle con el puño la mandíbula y arrastrarlo de los<br />
pelos o apretarle a conciencia el gañote, esto le complacía sobremanera y le curaba por un<br />
rato de su mal humor. Y a las mujeres les agradaba también.<br />
Todo eso llenaba abundantemente sus días y todo tenía, asimismo, un sentido mientras<br />
duró la tarea de labrar la imagen de San Juan. La tarea se prolongaba largamente y los<br />
últimos delicados matices en la cara y manos los dio en un estado de concentración solemne<br />
y paciente. Concluyó su trabajo en un pequeño cobertizo de madera que había detrás del<br />
taller de los oficiales. Llegó la mañana en que la imagen quedó terminada. <strong>Goldmundo</strong> cogió<br />
una escoba, barrió concienzudamente el cobertizo, quitó con un pincel suavemente las<br />
últimas briznas de serrín de los cabellos de su San Juan y, luego, permaneció un largo rato<br />
contemplándolo, una hora o más, solemnemente, embargado el ánimo por la sensación de<br />
vivir una rara y grande experiencia que quizá se repitiera otra vez en su vida pero que<br />
también podía quedar como algo único y solo. Un hombre en el momento de sus bodas o en<br />
el de ser armado caballero, una mujer al dar a luz su primer hijo pueden experimentar en el<br />
corazón una emoción semejante, suprema unción, profunda gravedad y, a la vez, ya un<br />
secreto temor del momento en que aquello tan elevado y tan único no exista más, haya<br />
pasado, se haya desvanecido, arrastrado por el curso ordinario de los días.<br />
Miraba a su amigo <strong>Narciso</strong>, el guía de sus años juveniles, que aparecía allí con el rostro<br />
erguido y atento, llevando las vestiduras y desempeñando el papel del bello discípulo amado<br />
con una expresión serena, rendida y devota que era como el capullo de una sonrisa. Este<br />
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